jueves, 3 de agosto de 2006

De vuelta

Fue en la Parcela 16, en el fondo del cementerio.

Lo enterraron en tierra, casi al ras, poca profundidad. Curioso: un tipo de tanta raíz...

El frío de la tarde gris era el mismo de otra vez, en otro cementerio.

Poca gente, la familia, algunos amigos.

Había, sí, una guardia de honor: unos ataviados Gauchos de Güemes de un círculo salteño, que lo había señalado no hace mucho con un título de gaucho honoris causa.

Y lo bien que hicieron y la razón que tienen.

Sus tacuaras y banderolas, sus emblemas, guardamontes, botas, sus ponchos rojos.

(Me regaló hace unos años un poncho igual: "lo hice hacer para vos en Salta, no es de máquina, es de telar....", me dijo cuando me lo dio, como quien da la tierra de uno. El poncho llegó con una promesa de un torrontés que nunca cumplió y que le divertía recordar incumplida cada vez que nos veíamos. Le había dado mi damajuana a un amigo en camino a casa y la 'traición' lo hacía reír a carcajadas y le parecía un muestra del más entrañable afecto... hacia mí.)

Me quedé apartado, apenas, mientras veía (verdaderamente complacido por el mismo Polo) cómo Nicolás acarreaba el ataúd junto con otros, varios desconocidos. De mis hijos, para Polo sólo había Nicolás. De chico ya.

Ojalá y Dios quiera que, corriendo los años, Nicolás sepa, entienda -a su modo- qué significó en él esa preferencia. Lo que hizo de él esa preferencia, sin saberlo él. Yo mismo no sé qué sabía Polo para preferirlo así. Pero creo que igual tenía razón.

Miraba y oía. Una mujer casi anciana, salteña, con una voz quebrada y dulce, con un dolor dulce y cariñoso, antiguo, espontáneamente le recitó una especie de responso salteño, palabras sentidas, de verdad, sin fórmulas, todo corazón. Polito estaba ya, según ella, de vuelta en los cerros y en los valles, y en su San Lorenzo y en su fiesta del Señor del Milagro, y en su amadísimo Sumalao, a quien tanta fe le tenía, y en las noches y madrugadas de peñas y en las mesas de los poetas y los amigos, y en su cerro San Bernardo, en las faldas del cerro donde jugó su fútbol y enamoró mujeres, que vivaban y suspiraban a la estrella de los '50.

Con dolor y una finísima dicha melancólica, trenzadas ambas cosas, la mujer mentó al pájaro tan socorrido por los poetas salteños y el responso se disolvió en su voz, mientras imitaba repitiendo quedamente el canto del cacuy (aquel urutaú de los guaraníes...)

Uno de los gauchos dijo unas palabras; otro, el último, rezó una breve oración.

Me aparté, me fui yendo. Detrás, ya se iban desgajando los que había. A lo lejos, me di vuelta y vi a sus tres hijos y a su mujer, solos frente a la tumba, rodeados de esa mezcla de poesía y sordidez que tienen algunos lugares de estos cementerios. Abrazados, tiritando, mudos.

El día va terminando ahora.

Tal vez algunos ya me han oído esto. Una tarde, hace ya varios años, tomábamos mate en casa con Polito. Salimos a caminar -como acostumbro con algunos amigos que me visitan- por las calles, mate en mano. Terminamos de vuelta en la puerta de casa, era primavera. El sol estaba suave, el aire limpio. Habíamos hablado del cielo y de la tierra.

Me animé y le pregunté: Polo, no me contestes si no querés: ¿cómo llega uno a ser alcohólico?

Una de las niñas de sus ojos era un grupo de alcólicos recuperados. Le dejaba la vida y creo que era porque entendía él que uno de eso grupos se la había devuelto hacía ya tantos años.

Miró hacia el fondo de la calle, miró hacia abajo, puso los ojos en quién sabe qué tiempos, qué recuerdos. Y sonrió. Al fin, levantó la cabeza y me miró: "...y..., hay que tener un buen hígado, para empezar..."

Después anduvo él por otras razones. Pero yo nunca salí de la primera.

En eso pensé casi todo el día.

Y me acordé, hoy, de pronto, de Newman, que en algún lado decía: "yo creía que lo mío era un gran fe..., pero era buena salud, nomás..."

Y volví a ese recuerdo. Y me quedé con eso -con las dos cosas a la vez, que no sé por qué hoy se me juntaron en la memoria por primera vez-, mientras sorteaba lápidas rotas, tierras recién movidas, flores de plástico y cruces de madera escritas a mano, con marcadores a fibra.

Me senté a tomar mate en su nombre y a oír música buena parte de la tarde.

El asunto, en apariencia contradictorio, me llevó así casi todo el día. Y sigo, ya de noche -aprieta fiero el frío en la cueva-, revolviendo y remirando cosas de Polito que por todas partes me salen al paso entre libros, revistas y regalos suyos.

Y me río de mí sonriendo, y me río de la conversación que estoy viendo, entre los tres: Polito, Newman... y yo, que más bien escucho lo que dicen mis mayores. Y aprendo.

Y trato de entender lo que dicen.