martes, 29 de agosto de 2006

Betania

No lo conté en su momento y parecería haber venido como a cobrarse el olvido. O el pudor, tal vez.

El año pasado, para fines casi de febrero, estaba terminando mis trabajos y mis viajes en México. Y pensando ya en volver estaba cuando un querido colega y amigo -y espléndido anfitrión- de aquella tierra me pidió una 'plática' más. Era suya en realidad la comanda. Pero por una razón que no sé, me pidió que la diera yo. Se suponía que él no podía cumplir y me estaba pidiendo que lo reemplazara.

No resultó así. Finalmente, conseguimos una camioneta de la universidad y nos fuimos una media mañana hacia Betania, cerca de Atotonilco el Alto -está también 'el bajo'-, en los Altos de Jalisco. El corazón de la tierra cristera. Y vaya si se nota.

Confieso que todo el programa era extraño y lo es todavía, creo. El pedido -que demoré en contestar, por cansancio más que nada- era difícil, además. Como si no lo fuera tanto, mi amigo suponía que podría solventarlo sin mayores problemas. Me quejé, lo reté. Fue inútil.

Así que para el 24 de febrero subíamos a los Altos por una ruta libre y llena de cosas pintorescas. Unos 200 y tantos kilómetros con un parada para comer en una enorme 'parrilla', a mis ojos, y aunque no había allí exactamente asado al estilo argentino, las carnes asadas y algunas achuras hicieron un magnífico papel para un paladar pampa. La charla fluía durante el almuerzo y en la sobremesa con una natural cordialidad y franqueza, pero teníamos que llegar a eso de las 5, de modo que algo hubo que apurarse. Y llegamos tarde, igual.

A medida que subíamos, el frío era decididamente más invernal que en el valle del que habíamos salido, donde suelen decir que hay dos estaciones: la primavera y la del tren. Cosa que es bastante cierta.

Pasamos los pueblitos y los campos hasta que cruzamos Atotonilco el Alto. Más allá, un pueblito simpático: Betania. Y en medio de Betania, un colegio de madres dominicas, sufrido y persistente.

Los alrededores son de gentes de campo, agricultores. Entre ellos, parece que estudiar no cuenta mucho y los hijos son más bien brazos que se necesitan en la faena. De modo que, después de 50 años casi, los alumnos no son muchos. Además, es zona muy castigada -todavía ahora- por su fervor cristero desde fines de la década del '20, en el siglo pasado. De hecho, una simpática plaza frente a la parroquia está casi completamente ocupada por la escultura de un ranchero local -espontáneo 'general' de huestes cristeras- a quien los 'federales' del gobierno recién pudieron echar mano más de diez años después de terminados los combates, ya en la década del '40. De esa zona, salen muchos jóvenes de los que pueblan el contingente mexicano del otro lado del Río Grande. La pobreza es tal que los obliga. Y así me lo contaron por allí.

La tarea de aquellas monjitas es de una santidad que pasma.

El asunto es que, en los días anteriores -plagados de las cosas de último momento-, sólo había podido apenas 'pensar' en la charla. Y era terrible mi empeño: tenía que hablar a las madres, mujeres del pueblo y del campo que, además, en esa zona tienen una peculiaridad que sólo advertí cuando ya estaba frente a 80 caras que me miraban tiesas y atentas, aunque a mí me parecía que lo hacían con un escrutinio de juicio final: la inmensa mayoría era descendiente de europeos y había muy pocos mestizos, que es el tono habitual de la gente en México. Después de mes y medio de otra cosa, el paisaje cambió tan abruptamente como para causarme una impresión fuerte y atolondrarme más que lo ya estaba. Me sentía completamente fuera de lugar, si acaso no era verdad que estaba fuera de lugar.


Hoy, llegué temprano a casa para poder empezar a preparar algunas cosas de los días y meses que vienen. Entre los papeles que se filtran cuando uno está buscando otra cosa, aparecieron dos hojas, frases cortas a casi tres espacios. Y todo el asunto volvió fresco y vigoroso como entonces.

Dos hojas: fue lo único que pude escribir, agarrotada el alma ya antes de saber -y sin saber- lo que me esperaba en un aula humilde y limpia, completamente llena de madres de familia, que permanecieron en un silencio de tribunal antes durante y después, en medio del frío vigorizante de una tarde de invierno -bastante parecida a la de hoy- allá en los Altos de Jalisco.

El tema que me daba mi amigo era: Enseñar a amar, lo que yo transformé en Saber amar, tal vez porque lo primero no lo sé y lo segundo me gustaría aprenderlo algún día.

Había que explicarles a aquellas madres que debían -y podían- enseñarles a sus hijos a amar, en particular a sus hijos adolescentes. Parte de la cuestión tenía algo que ver con la vida sexual más o menos incipiente. Pero ni mi buen amigo ni yo queríamos un vademecum de cómo detectar condones o escapadas sin aviso. Es decir, estábamos de acuerdo, él y yo, respecto de qué cosa no había que hacer en la charla. Pero se negaba él -como que se negó- a auxiliarme para ver qué había que decir.

Una de las noches anteriores, solo en mi casa, dando vueltas por la casa vacía en medio de mi desasosiego, solamente atiné a escribir un versículo de san Juan que era lo único que me daba vuelta en la cabeza, bastante seca de todo después de tantos trajines, y sin que pudiera avanzar un paso más allá de lo que el versículo decía. Igual lo anoté en la hoja angustiantemente blanca y vacía:
Nadie tiene mayor amor que éste de dar la vida por sus amigos.
Para darme ánimos -y cubrir más blancos- anoté al final del versículo: Jn. 15, 13.

A la mañana siguiente, el día anterior a la 'plática', apenas pude escribir unas pocas líneas:
Amor y vida aparecen aquí asociados.

Dar la vida y el amor.

Usamos la misma expresión para nacer que para morir: dar la vida.

Y en ambos casos aparece el amor como condición para dar la vida.
Y, más adelante, algunas cosas más; pero sin salir de estas ideas primeras. No tenía muchas más.

De vuelta ya, impresionado por aquella escena y aquel viaje, manejaba por la ruta oscura, mudo, ya de muy noche, bajando al valle desde los Altos.

Mi amigo nunca me explicó cuál era su propósito, si es que tuvo alguno. Se reía de mí amablemente porque las pocas veces que hablaba, era para decir que había sido para mí la experiencia más impresionante, en todo el tiempo que pasé en México aquel año, y me llamaba la atención que me esperara 'eso' al final de mi estadía: como una piedra angular que habían despreciado los arquitectos.

Parecía complacido, pero no tanto porque, lejos de arrepentirme de haber ido, estaba deslumbrado con lo que había visto y oído. Seguramente, algo que no sé lo complacía más que mi complacencia.


Veo ahora, entretanto, que cosas así pasan habitualmente y uno sólo recuerda algunas de ellas, quién sabe por qué razón.

No puedo pensar en aquel viaje, en aquellas madres -monjas y madres-, en aquellos campos, en aquella tarde fría, sin volver a sentir la misma emoción, la misma sensación de completa pequeñez e inutilidad. Y la misma sobrecogedora impresión de misterio.

No reniego de lo que dije entonces. No podría, creo.

Digo solamente -ahora- que me va a llevar mucho tiempo entender lo que dije allí.

Tanto como entender lo que vi.