martes, 8 de noviembre de 2005

Un retrato

En Campos de Castilla (1907-1917), Antonio Machado dejó algunos retratos.

No porque no baste la evocación eficaz de la palabra sin más. Pero, siquiera para mostrar lo que puede la palabra más que la imagen, varios de estos retratos y paisajes merecerían el lápiz o el pincel de un dibujante o pittore. Y hasta la pluma de un buen guionista (italiano, si fuera posible, prego...), porque son tan plásticas las descripciones, que hasta tienen también a la mano los hilos que traman una historia en movimiento, me parece.

Mientras vamos confrontando al hijo del Palacio de las Dueñas sevillano con el de Estagira, un recreo para el recreo... de la vista.

Ojalá alguien pudiera dibujar esto. No para verlo, sino por la pura felicidad de saber que alguien pudo.
Fantasía Iconográfica

La calva prematura
brilla sobre la frente amplia y severa;
bajo la piel de pálida tersura
se trasluce la fina calavera.
Mentón agudo y pómulos marcados
por trazos de un punzón adamantino;
y de insólita púrpura manchados
los labios que soñara un florentino.
Mientras la boca sonreír parece,
los ojos perspicaces,
que un ceño pensativo empequeñece,
miran y ven, profundos y tenaces.
Tiene sobre la mesa un libro viejo
donde posa la mano distraída.
Al fondo de la cuadra, en el espejo,
una tarde dorada está dormida.
Montañas de violeta
y grisientos breñales,
la tierra que ama el santo y el poeta,
los buitres y las águilas caudales.
Del abierto balcón al blanco muro
va una franja de sol anaranjada
que inflama el aire, en el ambiente oscuro
que envuelve la armadura arrinconada.