martes, 12 de julio de 2005

Otra vía

Volví a casa en tren, como lo hago habitualmente. Pero no en 'mi' tren. Porque mi tren tenía un día fatal, literalmente: un accidente a la mañana y otro al anochecer. Éste lo anunciaban justo cuando llegaba yo a la terminal. Ni pasajes vendían. No había tren. Y entre esperar leyendo, que me tentaba, y derivar (como me gusta...)

Derivé por Retiro, como hago en ocasiones así. Una sensación súbita de libertad. Una fuga en el espacio y en el tiempo. Vi con sorpresa que la mayoría de las gentes estaba contrariada, enojada, perdida, resoplando. Vi caras y gestos de conocidos.

Anduve por las terminales, casi turisteando, viendo todo como si fuera una escena en una estación extraña de un país lejano y distinto. Todo lo que rueda diariamente se deshace en un momento, se vuelve exótico, se inmoviliza y comienzan a girar rutinas desconocidas, que no son propias, uno se mueve en y con las rutinas ajenas. Dónde sacar el pasaje, qué mirar en las carteleras, por dónde pasar, a qué andén.

Finalmente me decidí. Probé mentalmente varias combinaciones, hasta que me decidí por una sensata, aunque extensa.

Y allí empezó la pequeña aventura.

Lo primero fue ser absolutamente consciente de que todos los protocolos a los que uno se acostumbra en lo propio, en las rutinas propias, eran distintos, y que los nuevos resultaban completamente extravagantes, tal vez mucho más en la percepción que lo que podrían resultar en otro país. No hay nada más extraño que lo propio inadvertido.

Iguales caras y vestimentas, ciertamente argentinos y bonaerenses, la misma dicción, el modo de andar, de esperar, de subir al tren, de sentarse, de leer. Pero caras curiosamente desconocidas, irreconocibles, no identificables. Incluso la combinación de todos los elementos daba un resultado otro.

Los interiores de los vagones, la velocidad del tren, el porte de las estaciones, dónde sube más gente, dónde bajan más, las distancias, los paisajes que se recorren. Se pierde, con todo, infinita cantidad de detalles: a qué estación la gente le tiene más miedo, por ejemplo, si son los vendedores habituales o esta vez hay otros. Y cosas así.

A medida que me acercaba a mis lares, las cosas sufrían una como metamorfosis y se hacían reconocibles, inmediatas, ya imaginadas, conocidas.

Pero de ese viaje en tren saqué la idea de que pasa algo similar en la vida tantas veces.

Amistades, amores, amistades y amores nuevos, amistades y amores de personas y cosas, que irrumpen de pronto, con las que uno se encuentra, en las que uno se sumerge o queda sumergido. Y que son tal vez la misma cosa que uno conoce y ha conocido: amistades y amores de personas y cosas, pero completamente distintas.

Por un tiempo, pensé en la Argentina. Mucho la he viajado y siempre he tenido la sensación de yuxtaposición, lo distintos que nos resultamos en nuestra similitud. Pero esa línea de ideas duro no mucho.

Un interminable viaje en un colectivo semivacío -una vez que bajé en una estación suburbana, ni muy oscura ni muy fría-, me llevó al fin del norte al noroeste y desde la estación en la que me bajé hasta la esquina misma de casa, para mi sorpresa y para mi alegría de ver esa parábola tan extrañamente consumada. Y debo decir que no sólo por haber llegado, al fin.

Se me ocurrió, antes de llegar y mientras entrábamos a un pueblito relativamente cercano, traqueteando calles rotas y oscuras rumbo a mi propio pueblo, que todo esto me hacía acordar a los cambios de colegio, a una mudanza de provincia a provincia, de ciudad a ciudad, a quedarse con el auto en medio de la nada, a salir de viaje sin propósito, a un cambio de trabajo, a un exilio, a cambiar de bar, de restaurante, al matrimonio.

Pero, más que a ninguna otra cosa -y vaya a saber uno cómo y por dónde-, la experiencia me traía los recuerdos de los noviazgos o de los enamoramientos de mi adolescencia y juventud, cuando uno entraba en la órbita de una persona desconocida, súbitamente (a veces arrancado, por propia iniciativa o no, de otro país, de otro lugar: de otro noviazgo...)

Y, entonces, era necesario aprender desde el principio todos los significados, los datos, los detalles, la traducción de los gestos, los hábitos, los gustos, los disgustos. Y ver en medio de todo esto, a la vez, ir viendo, si uno es feliz allí, si podría, si lo va siendo con lo que va viendo y conociendo. Ya quisiera uno verlo ya esa visión se le impusiera por simple convivencia.

Y recordé -vaya uno a saber por dónde y cómo- la sensación de felicidad de cuando uno llegaba al planeta, al paisaje, de una persona que hacía innecesarias las preguntas, las visiones, las comparaciones (siempre corrosivas y odiosas), las tablas de correspondencias.

Entonces, cuando muy de tanto en tanto eso pasaba, uno sabía que -estuviera donde estuviere- finalmente estaba en casa.