lunes, 11 de julio de 2005

Cosas claras

En 1906, la mujer de Chesterton, Frances Blogg, perdió a su hermano, Knollys. Se había suicidado y el mar, dice Joseph Pearce, arrojaba su cadaver el 25 de agosto a una playa de Sussex, en Seaford. No mucho antes, había muerto otra hermana, Gertrude.

Su hermano había ingresado al catolicismo no mucho antes de morir y eso había sido, en apariencia, el final de sus propios tiempos de dolor.

A la muerte de Knollys, Frances cayó en una fuerte depresión y tuvo una crisis de tristeza y dolor que habría de durarle un cierto tiempo. Tanto como para buscar cualquier consuelo y especialmente uno que era común en aquellos años: el espiritismo.

Chesterton, así lo cuenta él mismo en su Autobiografía, había tenido experiencias de ese tipo años atrás y había llegado a enfrentar un rostro bastante más impresionante que el de un muerto, 'jugando' a la tabla 'ouija'.

Venía incluso de un encontronazo reciente con el temiblemente afamado Aleister Crowley. Chesterton jamás quiso cruzar espadas con él y se retiró del debate antes de que comenzara, pese a las provocaciones y a las jactancias públicas de Crowley.

Pearce transcribe en su biografía de GKCh, un texto que nunca incluyó el autor en sus colecciones de poemas y que permaneció inédito.

El amor de Chesterton por Frances hizo que esperara con desesperante paciencia el 'regreso' de su esposa. Ella buscó una médium e intentaba 'conectarse' con sus hermanos muertos.

Chesterton, entretanto, como se lo ha visto hacer en muchísimas ocasiones, puso sus sentimientos y sus ideas -y su amor- en estos versos:
El Cristal

Lo vi; ella estaba tumbada como en sueños;
alrededor de sus cabellos sagrados, y por encima
de mi inviolable Frances, vociferaban las mujerzuelas
habladurías de los hombres muertos.

Muy cerca de su rostro, una ventana se abría al cielo;
junto al romper de las ondas de su pelo castaño
he visto la estúpida cara de los fantasmas,
que son los hongos de las tumbas, no las flores.

Tú, vestida de sol y de sombras por los pinares,
Tú, con un cetro en la mano de cardos en flor,
¡Vive Dios! ¿Qué tienes tú que ver con ellos,
con el cristal de mentira y esa habitación a oscuras?

Deja que las reinas misteriosas crean que el sol es insufrible,
que se entristezcan ellas y se agazapen bajo los árboles de los druidas,
en los jardines fértiles y estáticos con que sueñan los cobardes.
¡Vive Dios! ¿Qué tienes tú que ver con ellas?

En los campos relucientes que se extienden en el mundo del cristal
hay paz y el placer extraño de una maravillosa tierra sin pisar.
Pero no hay palabras francas, ni amor a las cosas claras,
ni verdad, ni risas fuertes, ni tampoco hay temor de Dios.

Ya no miraré más; yo soy hijo de la tierra.
Y puedo ver el sol, los bosques, la mar y la hierba.
Sólo vi un espíritu: el de ella, que estaba aquí con la mirada fija
en busca de espíritus a la luz de una lámpara de gas.