sábado, 11 de junio de 2005

Hombre al agua I

En medio de una conversación tan varida como intensa, alguien sacó del fondo del arcón de mi alma, el título de una colección de pequeños ensayos que alguna vez comencé.

Cómo me sorprende siempre la persona que nos lleva un legajo y tiene de nuestros minutos y horas, una cuenta que nos -me- sería imposible llevar (salvo que tuviera uno una vanidad blindada.) Cuando alguien dice: "tenías unos pantalones grises y una corbata a rayas...; ...una vez me dijiste...; ...escribiste tal cosa...", inevitablemente me suena a homenaje, e inevitablemente me avergüenza.

Aquella columna estaba destinada a un diario, creo recordar. Se llamaría Hombre al agua y el propósito era rescatar. Lo que fuera menester: algo del olvido, una idea, un texto, el sentido de algo o de alguien.

Ironías sabrosas tiene la vida. Aquel intento literario de rescates, de hace casi siete años, fue rescatado ahora por una de esas personas que vienen con libreta de apuntes incluída (y creo que, de las que conozco, ésta es la que más....)

Busqué los ensayitos y, después de revolver bastante, encontré unos tres de asunto literario.

Y como el memorioso merece el homenaje de la memoria, aquí le van.
ver


La Odisea

Ver a un hombre llegar a su casa después del trabajo es una escena conmovedora. Siempre. Aun en la desgracia de un mal día en el que triunfaron las dificultades, nuestro sujeto tiene en su cara un reflejo de consumación, de día que llega al fin por fin, con la sensación de algún deber cumplido.

Ni qué decir si su trabajo es la guerra. O reinar. Y ha estado fuera de casa durante años, en un ajetreo casi eterno de combates y discursos o reuniones de gabinete de guerra en medio de los combates. Lejos de su hogar, casi como un desterrado.

Como a algunos los espera su mujer con la comida lista, o vestida para salir, al ingenioso Odiseo -o Ulises, para nosotros- protagonista de la que pasa por ser la primera novela de la historia de Occidente, Penélope lo espera ahuyentando aves negras, ambiciosas de riquezas y poder y de un lugar a su bello lado.

A veces causa no poco fastidio llegar a casa y que los chicos reclamen atención, firma de libretas, pedidos de plata para salir, o siquiera un mimo. Telémaco, el hijo de Ulises, reclama bastante más que eso: reclama un padre. Ha pasado mucho tiempo de su niñez, de su adolescencia y casi juventud, mirando por la ventana extensa del horizonte de su isla de Ítaca, su reino huérfano de príncipe heredero.

El célebre Homero nos ha dejado en la Odisea un fresco relato, un ánfora exquisitamente pintada de un lado con las aventuras de su héroe, del hombre que vuelve a casa, en un regreso más peligroso y casi tan largo como la guerra misma; y muy contento en el fondo con haber terminado con la guerra de Troya, y con Troya, de paso.

Un hombre a quien no se le esconden todas las tentaciones del hombre fuera de casa, viviendo en un mundo de hombres, con conversaciones de hombres, bromas de hombres y problemas de hombres. De hombres fuera de su casa.

Del otro lado del ánfora, no menos exquisitamente dibujada, está la historia del joven Telémaco.

Para un griego de entonces, los mitos que rondan las aventuras de Ulises ponían de relieve no solamente la controvertida virtud de la astucia, llevada a límites que bordean la manipulación y hasta la traición. Discutible si se quiere, no deja de ser un personaje notable del que, por lo menos los hombres que pasan muchas horas fuera de su casa, pueden aprender bastante.

Pero, para los mismos griegos de antaño, no era menos importante el papel de la mujer de Odiseo. Y especialmente, como a contraluz, la figura de Telémaco. En este niño madurado de apuro a la sombra de la falta de padre, ellos podían dibujar la figura de todo adolescente que, tras la vertiginosa oscuridad de los años más locos y turbulentos del hombre -su adolescencia prolongada en juventud-, se decide a buscar a quien le dio la existencia y a quien, en definitiva, le dará sentido a su existencia: su padre.

Esta búsqueda de lo que llaman la "imago patris" (la figura paterna), es casi tan decisiva en la obra como el modelo de fidelidad y de virtud inarrugable que es Penélope.

Como un profundo y avezado psicólogo, Homero viste al reaparecido Ulises con los andrajos de un porquerizo, de un cuidador de cerdos malolientes. Y tras esa figura espantosa, y pese a ella, su hijo habrá de reconocer al padre que regresa después de veinte años, no sólo a la isla escarpada y árida, sino al territorio más árido todavía que es el de la propia juventud solitaria de Telémaco.

Así como puede ser terrible la llegada de un hombre a su casa después de un día de trabajo y de interminables viajes desventurados, no es menos importante y angustioso el reencuentro de un hijo con la figura de su padre. Ambas cosas están llenas de felicidad, al fin y al cabo.

Homero sabía estas cosas mucho antes que otros, de otros como nosotros por ejemplo. Y de él las aprendieron los griegos y de ellos Occidente. Y en Occidente estamos nosotros que hemos aprendido a desfigurar estas cosas y a olvidarlas, hasta que nos parecen malolientes, como Odiseo vestido de porquerizo. Retomar el mito original, y entender lo que nos dice, es tan beneficioso como rescatar a un hombre del agua. Sobre todo si ese hombre somos nosotros.