viernes, 24 de junio de 2005

El Precursor

Toda mi infancia y buena parte de mi juventud fui a misa a una parroquia dedicada a San Juan Bautista.

Hacia esa iglesia iba mi padre cuando murió en el camino, en ella murió mi abuelo materno, unos años antes, ayudando misa a sus 78 años.

En el ábside, una enorme pintura del hombre en piel de camello y oveja, rodeado de cabras y de albornoces y chilabas barbadas, era mi delicia de ver.

Con esa imagen ante los ojos he rezado -o lo que fuera que uno hace a esas edades- tardes de sábado, o algunos otros días de la semana. Mañanas de domingos.

Era la cara de Dios que me figuraba en mis primeros años. El parecido con Cristo en la pintura era impresionante.

Y resulta que no era Dios. Y no sólo no era Dios sino que su dedo que apuntaba a lo alto -con la caña en la otra mano- apuntaba a Dios: No yo, sino Él.

Eso decía en letras doradas en la mampostería monumental: No yo, sino Él.

Muchos años después lo entendí. Apenas. Por lo menos entendí el sentido literal de frase. No sé si el signo que la sola figura de San Juan Bautista significa. De una vida tan parecida paso a paso, a la de Aquel de quien se diferenciaba tanto.

Con los años, se me hizo también un emblema del hombre mismo frente a Dios.

Y después, ya buscándole la vuelta, se me volvió la figura de la negación extrema de la subjetividad.

No solamente de la subjetividad moderna, sino de toda subjetividad: No yo, sino Él.