viernes, 27 de mayo de 2005

La insoportable levedad del ser

El buen hombre miraba y mascullaba desde su banco de estudiante aventajado y avejentado. Es mayor que los demás cursantes y ejerce un cierto patronato no plebiscitado. Es el de las preguntas agudas, el de las observaciones provocativas. La cabeza siempre un poco por encima de los 90º, nunca menos de los 95º respecto del tronco erguido y desafiante.

Andaba la clase por asuntos de lógica y algo de metafísica complementaria, e iba de camino a problemas de comunicación y retórica.

Hasta que, con cierta sonrisa en los ojos, intercaló con voz cansina la relatividad de cualquier juicio, fundándose en la cambiante naturaleza de las cosas. Algo que -pienso ahora- solamente se puede pronunciar, tal como sonaba en esa noche suburbana, en un clima provinciano, en cierta provincianía de la inteligencia. Porque, sobre el mismo tema, hay variaciones más sofisticadas y cosmopolitas, hoy por hoy, como la multiplicidad de las miradas y los textos, la pluralidad de los relatos superpuestos, la autonomía del discurso y cosas así.

La respuesta fue algo brusca: Todo, absolutamente todo nos es relativo.

Se le notó cierta perplejidad, muy a su pesar. El hombre estaba preparado para una confrontación, no para un acuerdo.

"Usted piensa que nuestro juicio sobre las cosas es relativo y lo funda en el hecho de que las cosas son cambiantes ellas mismas, es decir no tienen consistencia esencial ninguna, no son ninguna cosa, son pura potencialidad y movimiento y cambio, no tienen esencia.

Pero nunca se le ocurrió pensar que lo que hace relativo a nuestro juicio es la parte de la realidad que no cambia. Lo que la realidad tiene de acto. Más bien, las cosas nos son relativas precisamente por aquella parte de la realidad que no cambia. Por lo que tienen de ser en acto, por lo que hay de forma en ellas. Y en la forma es fundamental el acto de ser. Y aunque es lo primero que percibimos, eso mismo, mucho más que lo que en ellas se mueve y cambia y está en potencia o es potencial, es lo que no alcanzamos a encerrar en nuestro juicio sobre las cosas. Es lo que tiene de insondable e inagotable la realidad, no lo que tiene de fantasmagórico o mensurable y extenso, aunque se trate de un movimiento. Tal vez, sin querer, usted postula la posibilidad de esencias que no cambien ellas mismas, como rehenes de su argumento. Usted querría que le demostraran la inmutabilidad existencial de cualquier esencia por sí misma. Al modo platónico, tal vez, o al de Parménides. Y siempre será decepcionante ver al mismo tiempo -además de la cortedad de nuestro entendimiento- que esa inmutabilidad de la esencia en las cosas se nos escapa, salvo que consideremos su acto de ser..."



El desarrollo dialéctico siguió más o menos por esos rumbos hasta que probablemente el sujeto >95º haya entendido el punto. Al menos, dijo haberlo entendido. Y para hacerle justicia, pareció entender, lo que fuera que haya entendido de semejante discurso, con cierta placidez.

Ahora bien, no sé él (por lo que tiene de insondable la realidad y más la realidad espiritual), pero al menos yo me quedé pensando en la cuestión estas dos semanas.

No puedo dejar de ver un aspecto lateral: su sorpresa. Probablemente algo molesta, creo. Él tal vez hubiera preferido una argumentación esencialista, una defensa cerrada de la supuesta ortodoxia dando batalla por la inmutabilidad de la realidad, por razones exclusivamente esencialistas. En definitiva, la batalla fácil: conservadores versus libres, la vida misma bullente y cambiante en su manifestación versus la caricatura de la escolástica.

Creo que lo perturbó el sesgo existencial de la respuesta. Se sentía más seguro, más cómodo en el papel iconoclasta y revulsivo, le quedaba más cómodo el papel de la rebelión y la revolución.

Pero -por ponerlo en esos términos- la culpa es, en parte, de la ortodoxia, por llamarla del modo más irritante posible, tanto para ortodoxos como para heterodoxos. La culpa es de la exagerada pretensión de que el orden es inmutable porque es autosuficiente, esa idea de que cualquier riesgo posible atenta contra la natura rerum. Y más. Cierta complacencia de hecho en que lo que existe es una especie de deuda pagada, de pago debido, de que lo que existe es lo que nos merecemos. Incluso cierta complacencia en que lo que existe no tiene misterio que la inteligencia no pueda contener porque se siente capaz de -y obligada a- definir las esencias en una fórmula conclusiva, aunque borrosa y primaria, en realidad. De esa complacencia resulta que cualquier perplejidad es pecaminosa, es un desprecio liso y llano de la herencia recibida, cualquier percepción de mudanza o de inapresabilidad de lo real es una negación de la creación y un rechazo del poder divino.

Pero -siguiendo en estos términos- la culpa es también en parte de la pretensión de que nada nos sea dado, hasta que podamos construirlo y constituirlo en el ser mental. Es esa complacencia en poder negar la existencia de la realidad (mucho más que su esencia, que de todos modos necesitamos para pensar las cosas, no sólo para conocerlas en la realidad), es esa complacencia en que nos dejen poder negar sin más, aunque más no sea para irritar a los ortodoxos. Es la complacencia del desmitificador, la posibilidad de la sospecha. Es el temor al riesgo que supone aceptar la no necesidad de la existencia. Es esa otra autosuficiencia, opuesta a la del ortodoxo, que empuja a sentirse seguro en la indeterminación, por el pavor que produce el acto, el acto de ser, y su anclaje real. Y la obligación más allá de cualquier avatar que eso conlleva.

Se me ocurre que en ambas posiciones pasa lo mismo, de distinto modo.

El ortodoxo puede hablar infinitamente de una cosa o de una persona, sin advertir que tiene frente a sí esa misma cosa, esa misma persona, de la que está hablando. Con ello puede producir la terrible injusticia de desatender la existencia real de lo otro, a veces con la simple excusa de explicarle a lo otro qué es. Y la cosa y la persona de las que habla interminablemente le seguirán llevando siempre la ventaja de que son en la realidad, mucho más que lo que son en su inteligencia o en su discurso.

El heterodoxo, el iconoclasta quiere poder hablar del mismo modo interminable, a condición de que no exista, o no tenga por qué existir, aquello de lo que habla. De esa manera, no tendrá que sujetarse jamás a lo que es. No quiere recibir la mala noticia de que algo es, porque eso lo obligaría. Y no quiere ser obligado. Y no le entra en la cabeza ni en el corazón el matrimonio entre la libertad del pensamiento y la obligación a la que nos somete lo que es.

Al fin de cuentas, ambas son actitudes 'religiosas'. Porque es otro problema conexo con éste el que nos hayan enseñado tan mal la cuota de religiosidad que se profesa en la filosofía o en la visión de lo real, de cualquier realidad.

Mucho antes de las Tablas ya había Mandamientos. En realidad, desde que algo es y porque es, hay Mandamientos.