domingo, 29 de mayo de 2005

En el Reino de este Mundo

Oí tantas cosas sobre Las Cruzadas que fui a ver de qué se trataba el alboroto.

Y en realidad, la mitad de la culpa la tiene Ridley Scott que, con todo su talento a cuestas, hizo casi una de cowboys, retocando a su gusto partes más o menos importantes de la historia real que usó como motivo del filme. Creo, y a mi gusto, que la otra mitad es culpa de Orlando Bloom, que parece muerto de miedo de no estar a la altura del barón Balian d'Ibelin. Y no estuvo, creo. Y no estará, ni aunque la rueden otras cientos de veces.

Tengo varios reproches menores, empezando, como cualquier sufrido hispanoparlante, por la traducción marketinera de Kingdom of Heaven por Las Cruzadas. Asuntos como el hecho de que la figura de la reina Sibila, por ejemplo, está algo desprestigiada. Hasta donde sé era bastante más ambiciosa y compleja que lo que allí aparece. Y esa historieta de amor con el bueno de Balian que le inventaron, es por completo innecesaria y folletinesca, salvo que uno sea tan moderno que necesite esa mueca de amor junto a la ambición, como para redimir con un poco de afecto y deseo carnal no solamente la dureza arrepentida de una mujer frívola y ambiciosa, sino la ingenuidad de un herrero metido a gran caballero, según el patrón democrático obligatorio. O esa pasión por hacer de los obispos -especialmente medievales- una baba inmunda, cuando menos medrosos o cobardes y cuando más de una astucia e inescrupulosidad demoníacas. Sabe Dios que los planteles episcopales pueden llegar a ser una fenomenal piedra de escándalo. Pero es demagógico y pusilánime hacer de un obispo un paparulo. Porque digamos que así se gana uno fácilmente el aplauso de la tribuna, lo que siempre es una mariconada.

Me pregunto además por qué el cine creerá que es obligatorio modificar las historias reales que filma. Puede ser que alguna vez sea conveniente, que el arte no es lo mismo que la realidad, al fin de cuentas. No hay, me parece, más que una razón ideológica para retocar a gusto de quienes hacen una película, o de lo que consideran que es el gusto de esta época. Y esa 'corrección política' de las versiones novelísticas y fílmicas, además de que suelen tener tufo a negocio y a ganas de hacer negocios, demuestra, cuando menos, falta de coraje.
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La otra cuestión molesta es precisamente la necesidad de hacer de un herrero un caballero ignoto. Y, en buena medida, atribuirle su lozanía moral al hecho de que haya nacido entre el barro medieval de una aldea pobretona, sobreviviendo a la sombra de un imponente castillo, de finales del siglo XII. Ese democratismo es insufrible.

Que el caballero tenga la excomunica de que obligatoriamente y en razón de ser caballero ha de ser ávido de dineros y poder, borracho, lujurioso e injusto, ya es un exceso de roussonianismo. Pero ponerle al lado un herrero que será muy buen caballero porque precisamente no es caballero, ya es de una mala fe irritante.

En fin, podrían seguir los agravios más o menos menores contra ésta de romanos, otra más de las que el cine se ve obligado a seguir fatigando en su interés por reescribir la historia. Y no que no me haya entretenido durante buen rato de las dos horas y pico que dura este desierto palestino con algunos toques de inviernos franceses.

Pero hay un punto que me interesó. Las críticas, más precisamente. Y más concretamente, las críticas 'derechosas'. Esa molestia porque los caballeros aparecen malos y los musulmanes buenos, eso de que unos sabían pelear y los otros eran unos desharrapados.

Aunque se le nota al libretista haberse 'informado' de algunos detalles reales (muchos están en la Historia de las Cruzadas, los dos tomos de Harold Lamb, por caso), es verdad que los retoques del guión a la historia no mejoran exactamente el original histórico. Como es verdad que la caricatura tópica de templarios, teutones y caballeros a secas se vuelve un poco fastidiosa, ya al principio de la película y no solamente al fin. Como es verdad que parece que hacía falta que el protagonista hubiera perdido su fe en Dios, aunque vaya a hacerse perdonar su crimen a Jerusalén. Es verdad también que hay una marcada exageración en hacer de Saladino el único sabio, prudente, más o menos pacífico y sumamente hábil en la guerra (cosas que era, en realidad). Si duraba diez minutos más, tal vez la película hubiera dicho que Balduino, Balian y los 'buenos' eran buenos porque se parecían a los musulmanes.

Sin embargo, las críticas por 'derecha', me parece, pasan por alto un punto importante. La concepción de Balduino, el rey leproso, el sexto rey de Jerusalén y descendiente de Godofredo de Bouillon, no es un completo y utópico disparate inexistente.

Los discursos que se reparten en la película el propio Leproso, y los personajes que encarnan Jeremy Irons o Liam Neeson y los que le hacen decir al bueno de Bloom son acartonados y un poco anarquistas, que quiere decir también, o en realidad, utópicos e ingenuos, algo que al gusto moderno parece que es el desideratum de la fe cristiana comm'il faut y no como la profesaron los brutos, oscuros e inquisitivos medievales, borrachos, violentos y prepotentes. Pero eso es culpa de que el guión no se escribió hace nueve siglos, nada más. Y la ignorancia de lo que pensaba un medieval y cómo veía las cosas ya es moneda culpablemente corriente. Tenía razón Chesterton cuando ya hace cien años se quejaba de que no tuvieran imaginación para ver que las piedras de las ruinas mohosas o sombrías algún día habían sido nuevas y relucientes...

Sin embargo, nada quita el hecho de que haya allí detrás un asuntillo sobre la naturaleza del poder de la Fe y sobre la fe en el Poder que -concedo que completamente chueco- está presente en la película. Y no es que trate de ser benevolente. Allí está. Tan desfigurado está que parece un panfleto contra los conservadores e integristas, por usar una palabra que circula por los sitios que se refieren al filme. Y tal vez lo sea, ya que ellos mismos lo dicen. Pero allí está -malgrado del panfleto- esa verdad de que una de las violencias mayores del cristianismo es que le hace violencia al mundo.

No sabrá decirlo bien Scott, o no querrá, pero es verdad que un caballero está del lado de los que necesitan de él y no del otro lado; y aunque no le interese a Scott, o no sepa hacérselo decir a su Balian-Bloom, es verdad que un caballero trabaja y padece antes que nada por el Reino del Cielo.

Por otra parte, esa juntura de cristianos, musulmanes y judíos, en los ochenta años siguientes a la toma de Jerusalén, no es un invento de Scott. Es un 'invento' medieval. Y especialmente a partir del siglo X.

El ecumenismo de la película es extravagante (aunque no más extravagante que muchos ecumenismos católicos), pero bastaría con poner un poco de atención a la libertad de Alfonso X en Castilla o a la todavía mayor de Santo Tomás de Aquino respecto de comentaristas árabes y judíos -por poner dos ejemplos-, para darse cuenta de que los hilos que cruzan a las tres 'culturas' son más complicados que lo que, por ejemplo, Bush podría desentrañar. Y es un asunto más delicado que lo que se puede tratar en una película, tal vez.

No dudo -y sé- que a alguno le podrá gustar el eructo sonoro que sigue al pichel de cerveza bien tirada en una sala de castillo, le podrá dar ánimo la risotada cuartelera de un campamento guerrero, o el gesto amplio de la espada que le corta la cabeza al infiel. Pero tendrá que repasar los juramentos de la caballería medieval para ver si los encuentra en letras de oro, como 'obligaciones' del caballero. Y no los va a encontrar.

Hasta donde sé, un verdadero caballero tiene un destino desgraciado a los ojos mundanos y es una realidad bastante más irritante que su caricatura.

Irrita a casi todo el mundo, en realidad.

Como Quijote, por ejemplo.

O como Cristo.