lunes, 18 de abril de 2005

Sonó más o menos temprano el teléfono. Un buen amigo me daba el parte: el insigne tucumano estaba en la ciudad; antes de volverse mañana a su pago, al pie del cerro, lejos, quería que nos viéramos. Mi amigo armó la reunión y resultamos cuatro. Y el insigne tucumano.

El sábado 23 cumplirá 79, está achacoso pero feliz. Dice que, como ahora no es actor en la vida sino espectador nada más, la vejez le resulta una cosa divertida: "Me divierte verlo todo, como que no es cosa mía ya, me divierte lo previsible y me divierte lo imprevisible... Ya ves, me estoy desintegrando, como deshilachando, casi no tengo memoria, ni me acuerdo de los 30 y pico de años que he vivido aquí..."

No era del todo cierto, por supuesto. Todo el almuerzo -ahí en la Esquina de Aníbal Troilo- fue de anécdotas y citas, versos sueltos y nombres y fechas. En voz queda, lentamente, comiendo con voracidad, no de espectador precisamente, y disfrutando un vino Norton Clásico de 375, que salió bueno.

Juntarme con él, hasta logró que me reconciliara de hecho y que volviéramos a dirigirnos la palabra con uno con el que hacía unos 30 años casi ni nos mirábamos. Lo que son las cosas. Hasta prometí prestarle un libro.

Hay que decir que para cuando salimos del lugar, la tarde estaba gloriosa ("malhaya este otoño manco...", pensé para mí, nostalgioso de un solo dígito en el termómetro, hasta que el tucumano sentenció, saliendo del bodegón: "así tendrían que ser todas las tardes...")

Al final del larguísimo y nutrido capítulo lírico, dijo: "Yo sé el mejor poema de la poesía española de todos los tiempos. Son doce sílabas, es de María Elena Walsh:
...qué vida ésta:
pasa pronto,
pero cuesta..."
Al final, confesó que estaba queriendo hacer una antología de versos, versos que tienen que ser reconstruidos por los insomnes.

"Mejor que contar ovejas y esas otras zonzeras, dijo. Lo que hay que hacer es aprenderse poemas. Después uno tiene que recostruirlos, porque se le van los versos con el tiempo. Y así uno por uno hasta que se los acuerde a todos; cuando ya lo tiene, le viene el sueño... Lo sé porque a mi me pasa eso..."

"Dichoso de vos", pensé.

Me quedarán esas cosas (y tantas otras) cuando se nos muera el insigne tucumano.

"Ahora casi solamente escribo versos para divertirme, como un juego. Antes también era un juego, pero después vi que yo lo hacía medio en serio medio jugando, y después uno se arrepiente... Pero ahora, los hago para divertirme, porque si los hago en serio o sobre temas muy serios, muy solemnes, es peor, me pongo tieso, obsesivo, corrector... y eso ya no es poesía. Al final, me salen mejor cuando los hago porque sí o en broma..."

Como ejemplo, recitó una dedicatoria que le escribió a una joven que se llamaba Inés, al regalarle un libro.

Le pedí, al rato, que la repitiera y la copié en una servilleta, mientras me la dictaba, sonriente:

Inés. Se llamaba Inés
la que a Don Juan hizo santo.
El prodigio de su encanto,
¿podrá volverse al revés
y yo, que ahora soy santo,
ser un Tenorio después?

Si yo recibiese el don
de abrir cualquier corazón
-y abrir el tuyo tal vez-,
hacia tí me volvería
y con cabal cortesía
con tal poder me pondría,
como este libro, a tus pies.


De a uno se fueron yendo. Nos quedamos con el convocante para acompañarlo hasta la puerta de su hotel.

Nos miró con afecto, con una sonrisa ni pizca de melancólica, más bien feliz, serena, despojada, los ojos detrás del tiempo, sabiendo que podríamos no volver a vernos.

Diciéndonos, sin decir, que muy probablemente no volviéramos a vernos.

"Me fui como quien se desangra", le cité a mi amigo, mientras mirábamos las espaldas del insigne tucumano subir a bastón la escalera corta. Él quería ver si se daba vuelta, para darle un último saludo. Y no. Ya iba hacia adelante, sin mirar hacia atrás. Como alguna vez iremos todos, supongo, espero.

"Me fui como quien se desangra..." ¿Quién?

Yo, por supuesto.