martes, 19 de abril de 2005

No sé por qué. Se me ocurrió soplar rescoldos del precámbrico de mi vida y me tomé el 105 en Devoto a las puertas de la ciudad y viajar a hasta la Plaza de Mayo.

No menos de 22 años que no hacía ese viaje. La primera parte, casi no había cambiado: Devoto, Villa del Parque, Agronomía, el puente de La Paternal, el monumento exótico a Don Ruy Díaz de Vivar, el Cid Campeador, y después las callejas ya entrando en el Once y el centro de la ciudad.

Todo me supo más, qué diré (la palabra no me gusta demasiado, pero...), plebeyo, adocenado, desgastado, monótono, como saborear corcho. No sé si la épica es la ultima ratio de la vida, tampoco sé si basta con un poco de lírica. Pero creo darme cuenta de qué pasa cuando faltan.

Algunas cosas eran llamativas. En Esparza, ya tomando Hipólito Yrigoyen, hay un restaurante: "Te extraño mucho, Clara", al que alguna vez habrá que ir para ver el resultado de la melancolía hecho sopa o ravioles.

Miríadas de piqueteros deambulantes hicieron que la ruta se volviera errática. Y así fue como pude colegir -gracias a un desvío que nos dejó a la altura de Av. Belgrano y Luis Sáenz Peña- y por las campanas al vuelo de una Iglesia feísima que parece una oficina, con su entrada justo en la ochava, que teníamos nuevo Papa.

Y así me enteré. De camino, en tránsito, por signos.

Efectivamente cuando llegué a una oficina, el chofer de la casa salió al encuentro, sonriente e ignaro: habemos nuevo Papa, Don Eduardo...!"

Con él y la joven secretaria nos pusimos a ver el anuncio por televisión. Lo demás, es ya historia conocida. Ambos hicieron el mismo comentario extraño: "Da un poco de pena ver a toda esa gente en la plaza, aplaudiendo y agitando banderas, contentos... Pobre 'el otro', hace unos días estaban ahí, todos llorando, y ahora están todos contentos..."

Más tarde, ahora que escribo, me acordé de un detalle.

Muy cerca de la hora en que tales cosas pasaban, allá, lejos, en la Capilla Sixtina, cuando probablemente estaban preguntándole a Joseph Ratzinger si aceptaba la elección y cuál nombre tomaría, el 105 pasaba por el Parque Centenario.

Es un derroche de graffiti y de pintadas de todos los tonos, pero particularmente anarquistas, con esa ingenuidad pacata de los rompetodo de poner, por ejemplo, una k donde va una qu, tal vez con la presunción de que al burgués nada lo irrita más...

Lo cierto es que por esos rumbos hay una frase pintada en una pared, con aerosol negro: "la única iglesia ke ilumina es la ke arde..."

Un día será cierto, mucho más cierto que lo que supone la rabiosa materialidad de la frase.

Sabrán o no sabrán lo que han escrito. Eso no sé.

Pero ni los anarkistas ni yo nos hacemos una idea exacta de la verdad de esa bravuconada, y con suerte veremos -ellos y yo- con qué fuego arderá y cuánto será luminosa.