martes, 12 de abril de 2005

La vuelta. Iba de la estación a casa, anocheciendo, y, como estaba de buen ánimo, decidí caminar.

Además, por fin un poco de frescor nocturno en este otoño irresoluto, ya a mediados de abril.

Me había pasado parte de la mañana cambiando tejas rotas, rompiendo tejas sanas, acomodando unas, 'inventando' otras, limpiando canaletas y zinguerías, en equilibrio inestable sobre cabrios y alfarjías que piden a gritos savia nueva y que tendrán que esperar.

A la mañana, subido al techo, sobre mi cabeza, un chispeo de garúa, cada tanto; más arriba y un poco al oeste, la oscuridad tumultuosa de la madre de todas las lluvias, que nunca llegó y pasó a mejor vida antes de que me diera cuenta.

A eso de las 2 ó 3 de la tarde, ya en la ciudad, el sol era el dueño absoluto del campo. Ahora mismo, ya en la noche, el cielo sabe a triunfo limpio, con un cierto aspecto de gloria burlona... y yo que esperaba ver el rédito de mis afanes de techumbre. Cierta decepción, claro. No sólo por la ímproba labor que esperaba su confirmación y el aplauso cuando lloviera.

Pasa que me gustan las tormentas, me gusta la lluvia. Las de truenos y relámpagos, ésas de Antiguo Testamento, que me dejan con los ojos abiertos y la boca abierta. Pero prefiero decididamente la tenue, esa finita y suave, que no cae, que vuela, que cala. Y si es helada, mejor. Y caminar por la intemperie de la vida. Porque eso es vida...

Y eso es 'la' vida, fino certo punto.

Mientras caminaba volviendo a casa, por una calle cortada, a oscuras, se oía muy ahogado por paredes y cercos, desde la soledad penumbrosa de una casa, un saxo tenor que ensayaba algo inseguro una canción de Freddy Mercury que creo que se llama "Amor de mi vida". Parecía una escena de policial negro (y para hacer juego, por supuesto que tenía mi impermeable, si cuando salí de casa la lluvia madre era un hecho incontrovertible...)

Venía entonces pensando en esta especie de oportunismo, tal vez inevitable en estos tiempos.

Pensaba, por ejemplo, si no habría que ser de algún modo fatalista, calvinista o judío, para concebir la religión de un hombre de ese modo: la tensa perfección, la culpa inarrugable. Se me hizo de cierta crueldad la visión sesgada de cargarle al católico la verdad que busca y proclama en su Fe y a la vez sus miserias y defecciones. La santidad o la perversidad de un hombre o de una mujer como una vida automática, asegurada, como un bien o un mal implacables.

Pensé -no sé por qué- que uno arregla las tejas porque va a llover "seguro", y después no llueve nada.
ver

Pensé en Pedro y en Santiago, durmiendo en Getsemaní a pasos del Doliente, por ejemplo. Y eran, entre todos, los discípulos que estaban en los momentos de mayor gloria y dolor, junto con Juan, el Amado. Y ni hablar de las negaciones y las huidas. Las violencias y las cobardías. Y creían. Y buscaban creer y querían creer y con eso sólo no alcanzaba para que fueran una sola y misma cosa con Jesús.

De allí pasé (porque algo de eso flota, parece que inevitable, no sólo en la nota del NYT) a esa cuestión de las encuestas y las curiosidades estadísticas: ¿qué espera del próximo papa?, ¿cómo tiene que ser el próximo papa?, ¿qué dirección le tiene que dar a la Iglesia el próximo papa?, ¿tiene que continuar la dirección del anterior? ¿ qué le espera al mundo con el próximo papa?

Se lo preguntan a todo el mundo. Y a cualquiera. Por suerte, a mí nadie me lo pregunta. Ni yo me lo pregunto, diré.

Si lo pienso bien, no sé qué decir. No sé siquiera si tenga algo para decir.

Uno acomoda las tejas por si llueve -porque alguna vez llueve- y porque tienen que estar acomodadas, además o primero. Para eso son el techo de la casa. Y con todo y eso, los techos se llueven de tanto en vez.

Un papa santo, sabio, prudente en el gobierno, firme en la fe, es una bendición para la Iglesia y para todos los hombres, al fin y al cabo.

Pienso en todo caso en la Iglesia.

En el 217 había dos papas. Calixto I e Hipólito, el primero hasta el 222 e Hipólito hasta el 235...y los dos son santos. Y la sucesión viene por el primero a quien siguió san Urbano I en el 222. Entre el 304, cuando la muerte de san Marcelino, y el 307, en que reina san Marcelo, no hubo papa. Y entre el 308 -a la muerte de san Eusebio- no hubo tampoco hasta san Melquíades en el 310. Y otros casos en ese siglo y el siguiente de dos papas a la vez durante años. Y hasta tres a fines del siglo VII (Conón, Teodoro, Pascual) e igual número en el siglo VIII (san Paulo I, Constantino II y Filipo). Y cuatro a la vez en el siglo XI (Pasucal II, Teodorico, Alberto, Silvestre IV). Y aun cinco a la vez durante el reinado de Alejandro III (Víctor IV, Pascual III, Calixto III e Inocencio III). Y tres a la vez hubo para los tiempos de san Vicente Ferrer y santa Catalina de Siena, en 'bandos' opuestos, unos años después que quemaran a santa Juana de Arco.

Claro que no todos los que llevaban nombre de papa eran papas, aunque se lo creyeran, o aunque lo creyeran santos, incluso. Pero no sé qué habría hecho en esos tiempos yo.

En cualquier caso, más bien pienso en el papa en relación con la Iglesia, quiero decir. Y no tanto al revés. Porque parece que así fue hecha: "sobre esta piedra edificaré mi Iglesia". No parece que la intención del fundador fuera primeramente la de poner una piedra, sino la de edificar una Iglesia.

Las tormentas de la historia, las tormentas en la historia (aun las garúas chispeantes de la historia y en la historia).

Hay que ver la Iglesia como viña y aprisco. No es solamente un poder. Los papas, como la Iglesia, son 'además' un poder. Porque lo son. Pero la Iglesia es una viña plantada en este mundo para dar de beber la Redención, porque da un vino que redime. Porque así lo hizo el viñador y suya es la viña y el Vino.

Hay una casa para el hombre en medio de las tormentas y lloviznas. En ella pienso: En el aprisco, adonde va a dar el rebaño buscando al pastor. Podría pasar y ha pasado: si pasara que quien debe apacentar no lo hace, o no hay quien apaciente, o no se sabe quién de tantos apacienta, aún así siempre habrá Pastor y aprisco.


Con esas cosas en la cabeza y en el corazón, al fin llegué a casa. Y el lío de la casa me llevó a cuestiones más urgentes, y más fáciles.