martes, 26 de abril de 2005

Ahí lo tienen. Es ese tipo de cosas que los hombres no podemos hacer: el universo, por ejemplo.

De vez en cuando, verlo tal vez. De vez en cuando contemplar lo que es.

Eso sí. Eso puede ser. Tal vez.

En general, ni mirarlo. Ni saber qué es en realidad.

Y, si acaso -y esto sí que es verdaderamente sorprendente-, aunque no podamos hacerlo, tal vez podamos deshacerlo.

Y de hecho podemos y de hecho lo hacemos.

Con ese dispendio tan nuestro para con lo que está, y con lo que es, se vea o no.

Especialmente si no se ve, si no sangra, si no lo vemos sangrar, si no cuesta.

Desde un niño en el vientre de su madre hasta una galaxia lejana.

Me acuerdo ahora de que Chesterton gustaba de ver lo inmenso como pequeño, y viceversa. Y de esa especie tan suya de cuidado y hasta de avaricia para el recuento y la admiración de todo lo que es.


Algunos aniversarios tienen su gracia.

Aquí me tienen ustedes, alegrándome callada e imprevistamente de la existencia, desde hace 15 años, del telescopio Hubble...

Pero no es tanto el telescopio -ciertamente una maravilla de la ciencia y de la técnica, diría un militante-, sino lo que hay al final de ese poderoso dedo que ve: las cosas, el universo.

Y entonces me viene también como reproche a nuestra ceguera torpe, aquella sentencia oriental: cuando el dedo apunta la luna, el imbécil mira el dedo (tachen aquí los susceptibles y pongan lo que no les haga tanto sarpullido...)


Y, sin embargo.

Y, sin embargo: un solo pensamiento de un hombre vale más que el universo entero.

Misterio humorístico.