jueves, 9 de diciembre de 2004

Milenarismos, reinos de mil años, vidas de mil años, años como días. Flor de lío tenemos los hombres con las cuentas de más de dos ceros.

Hasta que no se llega al mil, parecería que no se está en la ansiada dimensión indeterminada. Y ¡qué escozor de plenitud parece que se tiene en la indeterminación disponible! Que venga de donde viniere: ciencia, política, cultura.

Milenarizarse, en este sentido, es divinizarse. Vaya uno a saber por qué. Pero si nos dicen 999, todavía nos hace la impresión de que estuviéramos del lado humano de la existencia.

Ahora bien, cuando llegamos a 1.000...¡ah, el 1.000!

Y como no hay mentiras absolutas, como no podemos crear de la nada, seguramente algo hay en ese mil que encierra la cifra de algo. Alguna cifra tiene esa cifra. Y no es solamente hipérbole fantástica o literatura oriental, o matemática febril y alucinada. Pero qué tenga, ya es otro costal y otra harina, sin duda. ocupados como estamos en alcanzarla, ni siquiera sabemos qué significa en realidad, más que la figura de la plenitud y la reyecía. Si acaso quisiéramos más entender, que saltar las vallas del 999...

Alcanzar el mil es vencer a la muerte.

Redenciones tiene la ciencia, hermanos, para alcanzar el engranaje íntimo del tiempo y las raíces de la existencia. Y fascina a los espíritus inquietos la manipulación del tiempo imaginando -con imaginación algo burguesa, digamos la verdad- una tierra que no sólo mane leche, miel, sino donde no existan las clepsidras. Porque librarnos del tiempo es librarnos de la corrupción y de la muerte. Y de algo mayor que todo eso, seguramente.

En lo que me atañe, yo no tengo sesenta años ahora, de modo que tal vez me escabulla de estas bendiciones de los mesías de guardapolvo blanco.

Y con suerte y buena estrella, tal vez reciba cuando sea oportuno aquello que Tolkien llamaba "el don de Ilúvatar a los hombres".

Me gusta el final de Rodrigo, lo que de él dice Jorge Manrique:
Assí con tal entender,
todos sentidos umanos
conservados,
çercado de su muger,
de sus fijos y hermanos
y criados,
dió el alma a quien gela dió,
el cual la ponga en el çielo
en su gloria,
y aunque la vida murió
nos dexo harto consuelo
su memoria.


El Árbol de la Vida también estaba plantado en el Paraíso. Y Dios sabía que, como el de la Ciencia del Bien y del Mal, nos era apetecible. Y cuánto más querríamos uno después de haber pasado por el otro.

Comimos del fruto del segundo y vino la muerte. Con nostalgia parece que hace ya tiempo vamos por el primero.

Y pensar que, antes de expulsarnos del Paraíso, Dios advirtió esto mismo, por lo que esa advertencia estuvo también en la causa del destierro.

Nostalgias milenarias, proyectos de indeterminación. Pasión desordenada por las figuras, desdeñando las realidades detrás de las figuras.

Somos tan previsibles...