miércoles, 15 de diciembre de 2004

Aquí ha habido, en los últimos tiempos, dos o tres tormentas de ésas que llaman 'de verano'.

Abruptas, terribles, copiosas, intimidantes y excitantes, ventosas, tronantes, luminosas, enceguecedoras.

Como las emociones y pasiones, pienso. Y me corrijo: como la propia vida misma.

Y vuelvo a corregirme: como la historia.

Parece que esta tormenta será la última, que no podría haber otra después; que no podría haber nada después: aquí habrá de finir el mundo. Y si todo terminará aquí, con esta tormenta, ¿a qué esperar?; ¿qué más habrá que esperar? ¿Por qué no hacer que todo termine con esta tormenta, sin esperar nada más?

¿Por qué no tomar una piedra y arrojarla contra el vidrio tormentoso que nos separa de lo que está del otro lado? ¿Por qué hay que soportar esta separación de lo que está del otro lado y esperar de este lado? La tormenta podría quebrar todos los vidrios y a nosotros mismos y todas las cosas. ¿Por qué incluso no ignorar las tormentas?

'Se viene el cielo abajo', decimos mirando el espectáculo tormentoso, 'se viene el mundo abajo'.

Y resulta que la tormenta pasa y nada se viene tan abajo. Que todo queda más o menos en su lugar; tal vez arruinado un poco, sí, goteante, tremante todavía, exhausto. Pero allí está todavía.

Como nosotros en medio de las pasiones, la vida, la historia.

Esa sucesión de desastre y renacimiento, esa sucesión con pretensiones de perpetua rueda es lo que nos deja el regusto cíclico en el alma. Y con lo cíclico la sensación de cierta omnipotencia; a la vez que, con lo cíclico, cierta desesperación. Volverá a morir el tiempo, el día, la vida, la historia y volverá a renacer. Y si la tormenta no terminó con el día, seguramente lo habrá fortalecido. Y la historia y la vida, se habrán hecho más fuertes, pensamos nietzscheanamente. O nada es tan destructible y perecedero, al fin de cuentas, que una tormenta pueda acabar con ello. ¿A qué preocuparse? ¿A qué esperar lo que haya del otro lado de la tormenta?

Mientras la pasión se abate sobre nosotros (más justo con cualquier pasión es decir que nos abatimos con ella, desde adentro), mientras el día se descalabra y se entenebrece o la noche relampaguea y se vuelve ruidosa, pensamos en el fin. Cuando la pasión y el miedo, el fragor y el vértigo arrecian, el plano parece inclinado, catastrófico, en desguace. Final.

Y entonces, aunque quedemos temblorosos y algo humillados, pasa el meteoro y salimos a la luz, amainan las nubes, se silencia la noche y vuelve a oscurecerse, se queda quieto el día y recupera algo de su luz. Y nos hacemos a la idea de que esta tormenta del tiempo no volverá. Por lo menos ésta no volverá, aunque haya otras. Pero otras pasarán como pasó ésta.

Con todo, mientras el agua cae, y el relámpago se distancia del trueno, y el agua se cansa finalmente de caer, mientras espero el fin de la tormenta de verano (sin ganas de empezar nada ni de terminar nada mientras todavía sopla el viento y llueve y truena), no puedo evitar pensar que alguna tormenta será la última, verdaderamente. Y que no sé cuál será ésa. Sólo que será.

Al fin y al cabo, a los que nos gustan las tormentas -y aun las muy fuertes y estrafalarias-, nos gustan sabiendo que habrán de pasar, incluso pensando en que habrá otra, que no será ésta, porque ésta habrá de terminar.

Bienaventurado sería esperando siempre algo detrás de la tormenta. Aun algo que viniera entre tormentas, pero que no fuera la tormenta, algo que no llegara sino después de la tormenta y que sí es el fin. Y que es bueno.

La esperanza está en eso. Es eso.

Y mirando esta tormenta me doy cuenta de que creo que el Bien, lo Bueno, está del otro lado de la tormenta, como podría estarlo del otro lado de cualquier otra cosa: del otro lado de la montaña, del otro lado del mar, del otro lado del tiempo de este mundo. Del otro lado.

Puedo incluso alegrarme, entretanto, mirando lo bueno que tenga una tormenta, una montaña, el mar, el tiempo, cualquier cosa de este lado. Disfrutarlo y gozarlo. A condición, creo, de saber que lo que espero, lo que quiero, está del otro lado de ellos, en realidad. Aun ellos mismos, pero del otro lado.

Porque cualquier cosa de este lado: el mar, la montaña, el tiempo de este mundo y las tormentas, son, además, el límite. Y que así como la tormenta, la montaña, el mar, el tiempo, pueden llevarme al otro lado, pasando a través de cualquiera de ellos, cuando ellos ya hayan pasado, también pueden impedirme pasar. Al otro lado. Al Otro Lado.