domingo, 14 de noviembre de 2004

No es ninguna novedad, es solamente recordatorio y sorpresa renovada por mi parte: más que notable el Tratado de la Caridad (II-II, qq. 23-46) que desarrolla Santo Tomás de Aquino. Así como espanta el que estén llenas de lugares igualmente notables cada una de las partes y de las cuestiones que lo integran. Por ejemplo, nada más y para empezar, el hecho de que divida todo el Tratado en dos grandes secciones. La primera y extensa, referida a la virtud de la caridad: su naturaleza, objeto, actos, vicios opuestos y preceptos. La segunda muy breve (y aquí el sorprendente detalle de arquitectura intelectual y espiritual, a primera vista) está referido al don de sabiduría (correspondiente a la caridad) y a su vicio opuesto, la necedad, hija de la lujuria.

Es curioso que Santo Tomás haya ido cambiando de opinión respecto de si a la virtud de la caridad le corresponde algún don del Espíritu Santo, negándolo primero en otras obras para llegar finalmente (este tratado parece fechado en 1271-1272, es decir dos años antes de morir) a la conclusión de que caridad y sabiduría se corresponden, tal como lo explica en la cuestión 45.

Ahora bien, entre los vicios contra la caridad está la acedia (de akédeia, en griego; acidia, también llamada en latín.) Lamentablemente, se suele traducir como pereza, quitándole así la gravedad (también en sentido de peso) que tiene, incluso como pecado capital, como vicio madre de otra constelación de vicios. Parecería que al tenerla por pereza se tratara simplemente de flojera, de vagancia, de simple descuido, de mera dejadez. Y no es eso, como se ve, si uno la define como tristeza frente al bien y especialmente frente a los bienes divinos.

Es curioso lo mal que se nos han enseñado algunas cosas, creo que por voluntarismo intelectual y moral y también por activismo. Baste recordar aquello de que el ocio se asocia a la pereza y aquello otro de que el ocio es el padre de todos los vicios (o la pereza la madre de todos los vicios). Cuando debió habérsenos explicado que meditar y pensar en los bienes divinos no se puede sin ocio, que siempre parece pereza y no siempre es pereza, más si es verdadero ocio, es decir disposición a la contemplación, actitud ésta necesaria para considerar las cosas divinas. Precisamente de estos lares vienen las razones para impugnar la vida contemplativa, por ejemplo en los conventos y monasterios.

De allí que el aspecto que me parece destacable ahora es el del remedio contra la acedia que trae Santo Tomás (no olvidar que está entre los vicios opuestos a la caridad.)

En el artículo primero de la cuestión 35, propone como cuarta dificultad -referida concretamente al remedio contra la acedia- dos textos: "huye del pecado como de culebra" (Eclesiastés, 21, 2) y otro de Casiano: "Es por experiencia averiguado que el asalto de la acidia no se evita huyendo, se supera resistiendo" (ML, 49, 398).

La respuesta de Santo Tomás (ad 4) explica allí cómo frente al pecado (a pecados diversos) unas veces se huye y otras se resiste:
Siempre se debe huir del pecado. Pero el ataque del pecado se ha de superar, a veces huyendo, a veces resistiendo. Huyendo, cuando la persistencia del pensamiento aumenta el incentivo del pecado, como es el caso de la lujuria; por esa razón manda el Apóstol en 1 Cor 6,18: Huid la fornicación. Resistiendo, en cambio, cuando la reflexión profunda quita todo incentivo al pecado que proviene de ligera consideración. Es lo que se debe hacer en el caso de la acidia, pues cuanto más pensamos en los bienes espirituales, tanto más placenteros se nos hacen. El resultado será que la acidia cese.

De modo que, incluso y principalmente en lo que tiene de vicio opuesto a la caridad: contra la acedia, contemplación.