miércoles, 24 de noviembre de 2004

Aquí está Buenos Aires. Desde que pasear obligado me obligó a descubrir a los turistas, no hago sino encontrarlos a cada paso. Ya sin pasear. Sin obligación. Será que "el ojo tiñe al mirar", como diría el barroco español. Pero allí están. No sé por qué trato de deshacerme de ellos, pero no hay modo.

Aprovecho un almuerzo pactado para sumergirme en el barrio sur, a las entrañas de San Telmo. Voy pensando en varias cosas. Me doy cuenta de que todavía Le Marche, Ancona, Abruzzo -tierras de Juana, mi abuela materna, mi madrina de bautismo- no aparecieron en mi paseo peninsular. Y me voy diciendo que es una injusticia sin nombre, un olvido imperdonable que tengo que reparar.

Sigo al sur, por Perú, unas pocas cuadras. Voy con tiempo. Comienzan a cruzárseme parejitas de vikingos y godos, francos y hunos en bermudas, sandalias y mochilas. Hace poco, me enteré de que viven en unas especies de albergues baratos, algunos hostales, algunos bed & breakfast. Y que son legión, a lo que se ve. No sé por qué van siempre de a dos, estos apóstoles del millaje. Las veredas son angostas en el sur, irregulares y angostas, rotas, además. De pronto, frente a mí, una fila india de cowboys (y amazonas), como niños formados para izar la bandera, pegados a la pared, esperando entrar a una casa de artesanías y regionales argentinos. Llevan unos numeritos en las manos, disciplinadamente. Son jubilados de Wyoming, tal vez bonistas y ex plomeros y enfermeras de Minnesota o Maine. Unos 30. Por la vereda de enfrente, una bandada de niños y mujeres del altiplano, comen sentados en unos bancos de cemento unas viandas que sacan de unas bolsitas de plástico. Siguiendo la mirada de algunos cowboys, me doy cuenta de que le aportan color latinoamericano al libro de recuerdos pintorescos de los plomeros y enfermeras.

Sacudo la cabeza para que el gesto corporal acompañe la intención de librarme del paisaje y, refugiándome en el repaso de los diarios, me zambullo en el intrincado mundo de las teorías, y de los vericuetos para mí inasibles del sofisticado ¿creacionismo? de algunos astrofísicos y matemáticos ingleses, niños terribles del mundo de las pizarras llenas de raíces cúbicas. Voy argumentando y divagando sobre las constantes imposibles y la ficción multiversal y líneas y más líneas de asuntos que, bajo su apariencia inocente, encierran abismos de desolación, no ya para mí que no tengo más que mirada ingnorante, sorprendida y perpleja frente a las fórmulas.

Me voy diciendo que la milenaria Ancona es más amable que la supercomputadora del multiverso que desdeñan las neuronas del MIT. Y me remuerde la conciencia mi soslayo literario frente a la constante de Planck. Pero no por mucho tiempo, porque una patrulla de franceses en formación binaria, ataca desde el sur, son cuatro. Allí me doy cuenta de que no he visto a ningún extranjis fumando (tabaco del de antes, digo, por cierto...) Inmediatamente, como un acto reflejo de soberanía, enciendo un cigarrillo.

Me pregunto cuánto falta para la meta. Para burlar el avance galo, salgo de Perú por una callejuela cortada y entro en un extraño mundo de adoquines rociados con arena, en plena obra de una entera cuadra, con lo que -siendo la hora que es- voy a dar a un almuerzo popular en la calle y las veredas. Son los obreros que cavan y tapan zanjas sentados en montículos de tierra, acodados displicentes en los cordones. Calle tomada, pienso. De pronto me doy cuenta de que mis ropas desentonan, a pesar de que no llevo corbata. Veo que los peruanos, bolivianos y paraguayos que cruzan sus dialectos mientras se pasan de mano en mano una botella de gaseosa sin marca, ¡me miran como si fuera un turista! A mí, tan luego, que vengo de recorrer las fuentes de mi sangre por toda Italia (ay, vuelve el recuerdo del olvido de Ancona...) Turista yo, pero si serán impertinentes...

Doblo por Defensa, la meta está a la vista: el bodegón que tiene fama de guisar un cordero comme il faut...

Allí está: La Coruña. Bien bodegón. Bien de Buenos Aires, de los de antes. Sin disimular con tanguerías y guardas pampas. Sin tratar de seducir a los metecos. Es más viejo que todo lo nuevo envejecido. De tan típico es pintoresco. Bien rantifuso, bien reo. Normal. Un lugar normal..

El comensal que organizó ni aparece. Pero sí llega Max, más o menos recién llegado de España, con mujer e hijos de allá. Y aparece el cordero guisado. Mucho estragón y con sus papas. Una receta que los patagones no conocieron. Por tres horas, la charla va de cosa en cosa (pasando brevemente por los turistas, claro).

Un almuerzo amable, decente, decoroso, en el sentido latino de la palabra.

Mientras caminamos hasta la bifurcación, llueve una lluvia tímida, irresoluta. La humedad y cierta pesadez dicen que estoy en Buenos Aires, terminando la primavera. Me digo, avergonzado por mi ironía pueril, si no será éste el multiverso de Rees y Barrow.

Y, con algunos otros pensamientos mejores, se pasa la tarde.