lunes, 4 de octubre de 2004

Hace algunos años, a alguien en el municipio se le ocurrió poner a competir a algunos santos para que uno de ellos -el más votado- hiciera de patrono del pueblo.

El procedimiento era frívolo y me temo que con una cuota importante de intento de seducción política. Ocurre que el pueblo pasa por ser un lugar de fe viva: son decenas las ermitas dedicadas a la Virgen, no pocos los sagrarios, muchos los colegios confesionales. Pesebres de fin de año, noches heroicas, familias numerosas y otras tantas manifestaciones de fe. Quizá lo sea, cosa que no sé seguro.

A principios del siglo XX, el pueblo fue declarado "ciudad del árbol", con fiesta y todo ahí por agosto, lo que ya cayó en desuso hace bastante tiempo, probablemente porque se trató de una tradición artificial.

La cuestión es que, finalmente, el santo más votado fue San Francisco de Asís, a cuya memoria se construyó una ermita, casi capilla, en el exacto centro antiguo del pueblo, bien visible, en el mismo lugar en el que cien años atrás se instituyó la fiesta del árbol. La capilla hubo de ser fortificada más y más, porque las primeras e ilusas ingeniosidades arquitectónicas, fueron atacadas con toda clase de objetos. Hoy, lo que era cúpula de vidrio blindado se convirtió en paredes de ladrillo y una abertura que vigila una gruesa reja de hierro. Una especie de obligada Porciúncula.

San Francisco tiene un aura indeleble de "santo bueno". Todo bondad y aséptica pobreza, para muchos, es el emblema de los santos, el más popular. Incluso emblema de "santo ecologista", patrono de verdes y fanáticos de la vida sana y natural, amante de la naturaleza, del Hermano Sol y de la Hermana Luna, alabante de la entera Creación, amigo y hermano de todas las Creaturas, incluida la Hermana Muerte Corporal (aunque esto último rara vez es recordado, como el propio Cántico y su sentido de alabanza, en realidad).

Con San Francisco, me parece, pasa algo parecido a lo que pasa con los ángeles, o con el mismo Jesús. Nadie piensa que sean terribles. Resulta más tranquilizador que sean pequeños, buenazos, maleables.

Una especie de ablación imaginativa o conceptual nos impide verlos en sus extremosidades, en su permanente tensión, en su potencia. Y nos tranquiliza su blandura. Una oposición extraña entre Amor y firmeza. Tal vez por eso mismo, la iconografía suele tener esa falta de virilidad y cuando un rasgo crudo, viril o firme asoma, lo que se rasgan son las vestiduras.

Francisco no es una excepción. Hay cosas de su vida que parece que no importaran, o que no hay que ver, o que no significan literalmente nada y sólo significan algo metafóricamente. No importa si al leer la vida de San Francisco aparecen sus sacrificios extremos, su apelación a una pobreza extrema y completamente desasida (que nos parece conveniente tomar siempre como una especie de metáfora), los estigmas de Cristo en su cuerpo, la ascesis dolorosa de las espinas en su carne para domar la carne, la ceguera del desierto al ir a predicar a los musulmanes, el desprendimiento y la donación de todo lo suyo, los pies descalzos, el pan escaso, la oración constante. También en un principio le pareció extrema a Roma esta casta de exagerados literales, que se tomaron las palabras de Jesús de un modo casi inédito.

San Francisco era un exagerado, en términos humanos. Y hasta exageradamente bueno y feliz en medio de pobrezas, dolores y trabajos. San Francisco era terrible. Y terriblemente bueno y feliz, a pesar de llevar una vida terriblemente tensa y sufrida en términos humanos.

Pero no creo que haya que olvidarse de estos extremos terribles para poder celebrar a San Francisco. Sería mutilar al Poverello quitarle lo que tiene de trovador, de alegría, de humildad, de poeta, de misericordia. Pero sería violentar la consigna Paz y Bien olvidar las raíces cristianas de la paz y las exigencias cristianas del bien. Francisco no era un fanático del franciscanismo. Francisco era cristiano.

Besar las llagas de un leproso o la cara de un canceroso, son episodios sentimentalmente conmovedores, cuando uno tiene que narrarlos. Y hasta pueden incitar imaginativamente a su imitación, lo que no está mal. Pero en cuanto uno quiera imitar en clave cristiana estos extremos verá que, en el sentido en que lo estoy diciendo, el cristianismo es terrible. Y San Francisco, también.


¿Si hoy hay una gran fiesta en mi pueblo? No; no que yo sepa o haya visto, al menos.