miércoles, 21 de julio de 2004

Otro poco de política.

No es que no sepa que el mundo que llamamos habitualmente el mundo de la política, es complejo. Y que el poder está en el centro de la escena, más que ninguna otra cosa. Más, incluso, que el deseo de bien común.

Pero estoy hablando de la naturaleza humana, no de lo que dicen los diarios, los análisis de coyuntura, los tratados de sociología, las estadísticas o los planes estratégicos.

Estoy hablando de algo más complejo todavía, y más simple. Estoy hablando de lo que hacemos realmente los hombres. De lo que está por debajo de las coyunturas, por debajo y por adentro de la 'historia', de las 'medidas políticas y sociales'.

Y aunque el apetito de poder es un fuerte motor interior (incluso el poder por sí), por debajo de ese apetito, silenciosa e infaliblemente, funciona otro motor, cuyo movimiento no podemos violar a voluntad.


Necesitamos de los demás. Los demás nos necesitan. Y trabamos lazos con los otros con signos que nos significan y que le significan a los otros qué pretendemos y que les significan a los demás que sabemos qué pretenden.

Aislados, hechos islas, en pura soledad, aun así nos hacemos otros para nosostros mismos y el soliloquio -el hablar solo-, el monólogo interior, nos prueba que nuestra vida se mueve por proposiciones que solemos discutir, aprobar o rechazar. Al menos con nosotros mismos.

En la vida social, no es distinto. Significamos, sistematizamos nuestras significaciones. Nos hacemos entender. Nos damos a entender. Nos entienden. Y entendemos.

Y recién allí nos movemos, actuamos.

La vida política, la vida social, tiene en este mecanismo íntimo su comienzo y más que eso: su mismo eje.

Aunque suene irónico, la vida política -así entendida como vida tramada con otras vidas- empieza con actos de inteligencia, no solamente de percepción. Y de inteligencia que finalmente se expresa.

El discurso político, en su sentido lato, la propaganda política, no es sino la expresión intermedia de ese mecanismo necesario para la vida social.

Mucho antes que ver lo que hacen los que gobiernan -los que gobiernan cualquier sociedad de hombres-, hay que estar más atento a lo que dicen y significan. Aunque lo signifiquen con 'hechos'.

La vida en sociedad es un intercambio -y muchas veces una imposición- de significados.

Los hechos se remiten a significaciones. La vida política no es reductible a hechos.

La vida política no funciona sin el establecimiento previo -y cuando más, simultáneo- de una 'visión de las cosas', de una 'visión del mundo'.

Puentes, escuelas, hospitales, decretos, leyes, viviendas: todas estas cosas y acciones valen, en primer lugar, por aquello que significan.

Con una frase ya remanida, una cosa es 'saber qué pasa' (conocer lo fáctico, el hecho, como aisalado de su significación) y otra muy distinta 'saber qué está pasando' (conocer el sentido de lo que pasa).

La trampa es que no hay hechos 'planos'. No hay nada que no tenga sentido o significación.

Nuestros actos también caen dentro de esta ley. No hay actos que no dependan de un sentido, que no tengan una dirección, previamente -aunque fuera oscuramente- reconocida como significativa.

Hacemos algo por alguna razón. Siempre.


Un corolario sencillo es precisamente que mayor y mejor inteligencia de las cosas, permite mejor significación y mayor calidad en el tramado de significaciones que se intercambian para fundar la vida social.

Y la inversa, como corolario, también vale.

Tal vez por esto mismo diría Platón, por ejemplo en el Cratilo, que al legislador le correspondía darle nombres a las cosas. Supuesto que quien formula leyes sobre las cosas y los hombres, y para los hombres, conoce mejor qué son las cosas y qué es el hombre. Y, en consecuencia, está en mejores condiciones de darles un nombre que las signique mejor.

Por allí pasa el orden social, antes que por ningún otro lado. Por allí pasa la 'salud pública' primero y antes que por los hospitales.

El desorden en la inteligencia (y la consecuente tergiversación de los 'significados') es la causa del desorden social.

No es cuestión de lógica, en cuanto arte, no es cuestión de 'saber pensar'.

Es cuestión de verdad.


Pero, si llegados a este punto, la única pregunta perpleja o displicente que se nos ocurre es aquella de 'y...¿qué es la verdad?', tenemos, por lo menos, un problema político grave.


En realidad, el más grave problema, no solamente político.