miércoles, 28 de enero de 2004

Antes de desgranar las razones para las dos derechas, algo respecto de los textos sobre la izquierda.

Me han dicho, en general, dos tipos de cosas. La primera es sobre la densidad, o dificultad. Tal vez eso no tenga demasiado arreglo. Es cosa de cómo tiene uno hechos los ojos, la cabeza y la dicción. Estilo, le llaman piadosamente.

La segunda, se refería a la aplicación que, algunas de las cosas dichas para las izquierdas, tenían en relación con la derecha. Y también en este caso estoy de acuerdo.

Pensaba, tras las características de las derechas, decir algo sobre los parentescos.


Pero, muy agudamente, una tercera cosa me han dicho, que precisamente está en relación con esos parentescos.

Y es que, al fin de cuentas, izquierdas y derechas son sinónimos de cómo pasar por este mundo. De donde el tema ya no es ninguna división de bloques ideológicos.

De donde, además y por supuesto, no estamos hablando de política. Y ni siquiera de filosofía, en último término.

domingo, 25 de enero de 2004

Hay otra izquierda que, en principio, no le cree a lo que ve.

La segunda izquierda es, digamos, cultural y su pasión dominante es lo que llaman la crítica: un malestar continuo, la perpetua sospecha. Una radical desconfianza, la perdurable sensación de que frente a los ojos no hay sino caos. Pero, paradójicamente, nada de caos inocente e informe, sino caos organizado malévolamente por un enemigo de cierta embriaguez autonómica, una voluntad que se empecina en impedir las miradas múltiples (uno de los fundamentos últimos de la crítica ex parte subiecti).

Es cierto que la mirada historicista suele atribuir las resistencias a la crítica al devenir cultural. Pero no se engaña la segunda izquierda. Postula también, en sus mismas afirmaciones, siquiera una tendencia contraria a su voluntad. Una tendencia que alcanza el grado de otra voluntad. Una especie de misterioso designio contrario que hiere a la rebelión como el rayo hiere a la tierra. La reacción, dirá esta izquierda, retarda y se opone. La reacción es sin duda otro nombre de lo establecido, pero en ella se percibe también otra voluntad, tenaz, arraigada.

Es ésta la más propiamente prometeica de ambas izquierdas.

Esta versión de la izquierda, que se pretende la más rebelde y libertaria, es fatalista, sin embargo. Tiene alguna convicción de que hay leyes, ciegas, automáticas, que rigen todo, desde la naturaleza hasta la historia. Y esas leyes son de algún modo implacables.

De este modo, la izquierda crítica tiene frente a sí ver qué hacer con la contradicción fundamental entre lo necesario y lo contingente.

Por una parte, considera que lo necesario es tanto la ley que le parece percibir en toda cosa, como necesaria se le hace la rebelión ante lo establecido.

Para que su voluntad fundadora tenga un efectivo imperio, es preciso sin embargo que conciba el desorden y el caos (o sus sucedáneos de órdenes establecidos por deformación histórica o artificialmente) como una realidad fatalmente dada, aunque muchas veces informe.

Por otra parte, la izquierda tiene noción de lo contingente. Pero prefiere ubicarlo en el plano de la existencia. Percibe las anomalías, percibe los hiatos en el decurso histórico, la irrupción del caos, cierta oposición raigal al imperio de su voluntad.

¿Cómo entender, entonces, el papel de la crítica y su carga de disolución, su impronta rebelde y destructiva, y, al mismo tiempo, la presencia de la necesidad tanto en los procesos culturales o históricos como en el régimen de lo real, siquiera concebida como una constante perturbadora?

La izquierda crítica vive la contingencia como una contradictoria vocación al caos, una inestabilidad enloquecida. Porque percibe oscuramente esa contingencia como un llamado, más de la intimidad de las cosas (y entre las cosas está el hombre mismo y la propia historia), que como un destino elegido.

Caos le suena entonces a la izquierda crítica como sonaría culpa. Lo más íntimo de toda cosa se le hace digno de sospecha y desconfianza: caos, culpa, revolverse, rebelarse, acción pura, movimiento puro, imprevisibilidad. Acción contra, oposición. Pero, por lo mismo, resulta absurda la preposición sin un término ad quem: algo o alguien a lo que oponerse.

Así como la izquierda material se enfrenta escandalizada a la indigencia, la izquierda crítica se escandaliza más que nada ante la contingencia. Y lo hace con el sabor amargo que deja toda contradicción.

Así como la izquierda material pretende que el hombre le dé su medida a toda la materia, contrariamente la izquierda crítica vive culpablemente el principio de contingencia y lo atribuye a una ciega resistencia, particularmente humana, a la necesidad de los procesos. Una especie de rebelión ante la rebeldía.

Antes, la izquierda ha desplazado cualquier necesidad del ámbito del ser al del movimiento, al de la acción entendida como movimiento puro.


Pero ocurre también que, sin embargo, sumida en esas contradicciones sin solución, finalmente los estados de intranquilidad, culpa, caos, malestar, en los términos de la izquierda cultural, son todos sinónimos de vida, de verdadera existencia, de plenitud existencial. Como sus respectivos opuestos son todos sinónimos de muerte: estabilidad, tranquilidad, inocencia, orden, gozo.

Así como la izquierda social se escandaliza de que la indigencia humana promueva las desproporciones siempre injustas, la izquierda cultural se afirma entonces frente a la idea de que la contingencia es en definitiva y aviesamente el principio de la reacción.

Se trata de una percepción que podría hacerse finalmente conclusión y análisis. Pero es primero una percepción, una sensación.

La izquierda percibe de diversos modos la contingencia. Advierte el devenir con sus matices azarosos, toma nota de las formas en que se encarna la no necesidad de lo humano, hasta de lo endeble de sus realizaciones, toma nota incluso de cierta futilidad de lo histórico como patrón invariable, de las construcciones culturales, advierte que los hombres no toman fatalmente el camino crítico de lo necesario.

Advierte, con todo, la sucesión, tanto como advierte que esa sucesión tiene dirección y sentido, e imprevisibilidad al mismo tiempo. Y hasta, en este terreno, advierte la causalidad, aunque no fuera más que la inmediata. Aunque no fuera más que, o solamente, la causalidad dialéctica de los opuestos mágicos en síntesis mágica (otro patrón imprescindible para fundar la validez de esta mirada crítica.)

La cara que la izquierda ve cuando ve la contingencia es la de la libertad. No porque la contingencia funde la libertad humana, porque de hecho la contingencia no es la raíz de la libertad de ningún ser inteligente. Pero el germen contingente en todo ser que no tiene la causa de su existencia en sí mismo, es, en el hombre, por lo menos ocasión para el ejercicio de su libertad.

La izquierda crítica entiende así lo libre como imprevisible, y por ello a la contingencia como germen de caos.

Cuando llega a ese punto, la izquierda crítica está ante una bifurcación.

Si se aviene a lo establecido, por ejemplo histórica o socialmente, aunque no sólo ni principalmente, cae en la náusea decepcionada, en la perplejidad y en la indignación.

Si da rienda suelta a la imprevisibilidad, ve con terror y culpa crecer el monstruo de la contingencia y sus terribles consecuencias.

Tiene que demoler. Ese esquema, aun en su misma contradicción, es el mal.

La contingencia, aun mal comprendida, es una condición de lo real lo suficientemente fuerte como para que trasluzca la finalidad. Por oposición, lo necesario en versión natural o artificial, apunta directamente y por definición a un fin.

Sin embargo, no le molesta tanto a la izquierda crítica que haya finalidad en lo necesario.

Detrás de lo contingente la izquierda percibe oscuramente la finalidad.
Si ella pudiera, establecería una suerte de cosas tal en la que, lo contingente, fuera en todo y cualquier sentido libre de toda necesidad y, al mismo tiempo y por ello mismo, no fuera súbdito en modo alguno de la finalidad.


Pero, y nuevamente, postular un nuevo orden de cosas resulta aquí no solamente disonante. Si ese fuera todo el problema, se podría incluso elegir con cierta displicencia una de ambas melodías y hacer que la otra resulte la que disuene.

La izquierda crítica necesita un hombre, digamos así, libre. Libre, por lo menos y en sus términos, de cualquier vestigio de tiranía de lo necesario real y de lo contingente con finalidad.

Y por ello mismo percibe como una culpa originaria, un verdadero pecado original anterior al pecado original, la resistencia de lo humano, y aun de lo histórico, a resistir, a rebelarse.

La obediencia libre a la rebelión necesaria, es una contradicción. En sí misma. La izquierda crítica no puede obviarlo. Y ciertamente no lo desconoce.

Abolir el principio de no contradicción, que es lo mismo que abolir toda causa, es algo que se dice más fácil que lo que podría realizarse.



La demolición crítica corre por su cuenta, pero la consistencia íntima de la realidad substituta, además de imposible, no es autosuficiente.


La obediencia (tanto ontológica como moral) es a la vez un tributo a la contingencia como a la necesidad, y también es al mismo tiempo libertad y acatamiento. Y todo ello, aún más, en razón de la finalidad.


En la partitura crítica, estas notas no hacen melodía.

viernes, 23 de enero de 2004

Hagamos un primer intento. Sin garantías, porque es provisional.


Creo que hay, reduciendo las infinitas variedades, dos izquierdas y dos derechas.


Pero vayamos por partes. El asunto se me figura arduo. Y largo.

Voy a intentar hablar de cada una de estas cosas, sin necesaria referencia a la política, y sin asumir la cara ideológica, o la mera acción política, como la cara última de cada una de ellas.

Veremos.


Hay una izquierda que mira la desigualdad con furia, con decepción, con escándalo.

Es, digamos, social. Su conmoción sensible ante la pobreza y la miseria humanas –invariablemente entendidas como injusticias– es el motor de su acción.

Es, podríamos decir, la izquierda material.
La cuestión son las proporciones, por una parte, o las desproporciones que irritan la sensibilidad.
Por otro lado, es una cuestión de volumen.

La izquierda material parece tener un acendrado sentimiento igualitario. O mejor dicho, un sentido peculiar de las proporciones. Como si dijéramos que concibe el volumen propio de lo humano como algo que debe estar a tiro de piedra de la mano humana. Toda extensión mayor, le resulta deforme.

No entiende la distinción ni la relación entre lo uno y lo diverso, entre el todo y la parte. Parece medir la extensión material como una circunferencia cuyo centro es el hombre mismo, en torno al cual, toda disposición de bienes no debería llegar mucho más lejos que la extensión de sus extremidades, por decirlo en figuras. Cuando no es así, la izquierda material se escandaliza.

Parece que este asunto podría tener una secuela moral. Su sensibilidad igualitaria le exige equiparar proporciones y volúmenes. A eso, por ejemplo, se le llama hoy solidaridad, muchas veces un sinónimo amable de la simple y llana envidia social. Una nivelación de desniveles. Una subvención humana que va en auxilio de las desigualdades naturales o artificiales. Una especie de organismo proporcionado, formado por partes iguales, sujetas a ese mismo principio de proporciones, que busca que no haya desigualdades afrentosas y escandalosas.

Es un patrón de medida que, pese a su apariencia filantrópica, no tiene en cuenta las medidas de lo exterior, de lo real, de lo extramental. La determinación de este principio igualitario es más una decisión que una conclusión.

Necesariamente, así, el sentido de la justicia de la izquierda material se fundará en que cuando a alguno le falta es porque a otro le sobra y viceversa. Incluso con un agravante moral: le sobra porque otro se lo ha apropiado indebidamente, violando a conciencia el sentido de la proporción y del volumen, que vale para la izquierda material lo que la ley natural vale para otros. Porque toda desigualdad es concebida finalmente como un orden artificial, que esta izquierda entiende como un caos.

En un sentido religioso, la izquierda material concibe la redención del caos en las proporciones y el volumen materiales, en términos de igualdad. La igualdad es redentora, la equiparación es el mesías. La izquierda material, en términos ya decididamente teológicos, se escandaliza frente a la presencia del mal. Y del Mal.

Pero además concibe el mal como el principio que genera desproporciones, desigualdades, diferencias. La desproporción y la desigualdad son el mal.

Las necesidades históricas coyunturales, la falta de comprensión en determinado estadio de la conciencia igualitaria, una incompleta o deformada concepción de las debidas proporciones y el debido volumen, pueden hacer que el camino al cielo igualitario se demore en meandros, muchas veces contradictorios. Pero la izquierda material tiene la sensación de que esas demoras, en un tiempo que sólo tiene dimensión horizontal e indefinida, son pasos hacia la redención, finalmente; y, sintiendo que tiene –literalmente– todo el tiempo del mundo, no se aflige demasiado por las demoras.

Esta izquierda material tiene los ojos fijos en una nota propia de lo humano: la indigencia natural del hombre.

Ella entiende esta nota sólo en sentido material. O preferentemente material, en realidad, porque la izquierda tiene la impresión firmísima de que algo anda mal en el mundo, y no por acción mera de la historia. Algo más allá de la historia (sí, porque también la izquierda cree en algo más allá de la historia, como si creyera en el papel sobre el que se escribe una novela, aunque la novela que importa no esté en el papel sino en las letras que pueden dibujarse en él), algo que sostiene los hilos que se traman, mal tramados según su impresión más honda; y mal sostenidos, por lo mismo.

Por ello mismo, hay que arrebatar las puntas de los hilos, hay que actuar sobre el telar, y sobre el tejido, y sobre el tejer mismo. Y tejer.


La indigencia natural del hombre, así concebida en términos tanto históricos como antes que eso materiales, es para la izquierda material un escándalo intolerable. Es esa indigencia la que escandaliza a la izquierda cuando ve las desproporciones que querría ver reducidas a un organismo utópicamente proporcionado. Ella se propone actuar sobre este tramado, reduciendo todas las partes a un todo.

Esta izquierda llama injusticia a la injusticia. Pero además llama injusticia a la diversidad y a la relación misma entre lo uno y lo diverso.

Pero, si esa relación es natural, si existe la diversidad y lo diverso no es contradictorio de lo uno, a pesar del escándalo con que pueda percibirse, ¿qué motiva ese escándalo? ¿cómo podría resultar injusta la diversidad de proporciones, la diferencia de volumen?

Podrá parecer simple, y hasta simplista, pero no hay escándalo posible si antes no ha sonado mal cierta música; y en este caso, la música de lo real.

El materialismo de la izquierda no llega tan lejos. La desigualdad existe en el ámbito de la naturaleza no humana. Si el modelo fuera la materia y su constitución, la diversidad sería una ley insoslayable, como sería insoslayable la relación entre lo diverso y lo uno, en armonía de desigualdades.

La izquierda pretende humanizar la materia, antes que materializar lo humano.

La natura le sabe caótica sin la huella histórica humana. Pero lo humano por sí es parte de esa natura, de modo que la historia debe humanizar lo humano primero.

Son términos equívocos. Humano significa acción histórica, no naturaleza humana.

Pero cuando llega a estos arrabales la izquierda tiene un problema.

Tiene que definir lo humano, siquiera en su aspecto constructivista de acción a lo largo de la historia.

Y allí se advierte que crear una melodía original no es tan sencillo.


Ni siquiera establecer una disonancia.

domingo, 18 de enero de 2004

Si hay que hablar de derechas e izquierdas, dejemos la conspiración.

No que no haya. Hay de todas clases. Muchas más que las que uno supone. Y desde hace mucho tiempo.


El primer conspirador fue el Ángel Caído.


Melkor, según Tolkien en el primero de los textos que contiene su obra publicada póstumamente: el Silmarilion.


En el relato del anglosudafricano, el primer Rebelde se niega a seguir la melodía que Eru-Ilúvatar, el Único, le propone al coro de 'ángeles', los Ainur. Y entona la propia, una modificada, a la que se pliegan otros, o con la que otros se confunden, como pasa en un coro cuando alguno canta algo distinto.

Y así por tres veces, hasta que Eru suspende el canto del Coro, porque, entre otras razones, la sucesión no ha de ser infinita, ni siquiera indefinida, y tres veces muestra que tiende a serlo.

Es muy probable que ya en la primera 'disonancia', pero seguro que en la segunda, Melkor estaba conspirando (aunque ya lo había hecho antes de la primera, cuando deliberaba consigo mismo y se resolvía a disonar.)


Y de allí en más, cualquiera. Cualquiera puede hacer lo mismo. Toda conspiración hace lo mismo, en substancia.

Se dispone a disonar, a ponerle al mundo su propia melodía, porque la que tiene no le gusta, le disgusta, lo irrita que haya una melodía y no sea suya, no alcanza a ver la riqueza de la dada. Y millones de razones más dichas todas, si se prefiere, en clave metafórica. Pero no demasiado impropiamente. Porque en un sentido bien hondo, toda rebelión, toda revolución es una conspiración. Y en estos mismos términos, no hay verdadera conspiración que no provenga de un acto de rebelión.

Y desde que el orden y la ley provienen en realidad de una consonancia y de una melodía, por lo mismo, no hay rebelión que no busque la disonancia.


Es muy útil también la referencia de Tolkien respecto de que, de lo que entona y consuena el coro de los Ainur, se siguen correspondencia misteriosas con las cosas plantadas en el universo. Las cosas se corresponden con aquella melodía originaria.

Por otra parte, y quizás más sugestivo todavía, es que Eru el Único, por dos veces toma las disnonacias de Melkor y sobre ellas mismas, le propone al coro nuevas y más bellas melodías. Otras tantas veces Melkor disuena, cada vez más molesto y enconado, e inquinado, porque el Gran Corifeo ha tolerado sus desplantes y ha hecho sobre ellos, algo mejor que lo que el rebelde siquiera imaginara.

El relato de Tolkien está lleno de mayores y mejores cosas, todas ellas llenas de notas y sugerencias. Esto es un brutal resumen, a modo de simple referncia.

Pero, como se ve, no es difícil homologar conspiración con disonancia. Y disonancia con rebelión.


Es cierto que se corre el peligro de homologar cualquier disonancia con cualquier rebelión y cualquier rebelión con toda conspiración contra el orden primero, en tanto se entienda que un orden dado, un orden establecido, es el orden primero.


También se podrá argumentar que no hay tal orden primero. Ninguna música. Con lo cual cualquier rebelión cae, no hay ninguna disonancia y la revolución, y cualquier rebelión, se vuelve, ipso facto, meramente dialéctica.

¿Por qué no?, puede argüir el dudador profesional. ¿Qué me dice que hay un orden dado?, se entusiasma el escéptico.

Pero ocurre que éstas y otras objeción del mismo tono, son más seductoras que eficaces.

Tensar esa posición, obliga a ser honesto y a desesperar de cualquier rebelión y disonancia y del concepto mismo de disonancia y rebelión.


Sin coro ni melodía originaria, no hay disonancia.


Es el rebelde el que más necesita del orden, en términos prácticos y aun teóricos.


La desesperación del que postula la suma cero de cualquier orden, es que la mera postulación de la rebelión sale de cero y tiende a uno.

No, por ese camino no se puede justificar la revolución, ni siquiera como tendencia caótica.


Hace falta ver más claramente la raíz de la disonancia. De cualquier disonancia.


Por eso mismo.

Dejemos por ahora la conspiración.


Y aunque parezca extraño, esta cuestión no está tan alejada de aquella otra que dejé sin terminar, respecto de la palabra humana y su naturaleza.


¿Se podrá decir algo respecto de las cosas al mismo tiempo?

jueves, 15 de enero de 2004

Consejo poético

La cifra propongo; y ya
casi tengo el artificio,
cuando se abre el precipicio
de la palabra vulgar.
Las sirtes del bien y el mal,
la torpe melancolía,
toda la guardarropía
de la vida personal,
aléjalas, si procuras
atrapar las formas puras.

¿La emoción? Pídela al número
que mueve y gobierna al mundo.
Templa el sagrado instrumento
más allá del sentimiento.
Deja al sordo, deja al mudo,
al solícito y al rudo.
Nada temas, al contrario,
si en el rayo de una estrella
logras calcinar la huella
de tu sueño solitario.


Alfonso Reyes



Muy bien, habrá que ver.

Detrás de estas décimas se agazapa un problema que, en primer lugar, es un problema técnico en literatura y, más precisamente, técnico-lírico, si se me permite esa petulancia.

¿Es un vero consejo el que nos ofrece el mexicano Reyes, admirado por Borges? Yo lo dudo. Es un alegato, en realidad, bajo una forma retórica más amable que la del discurso enfático.

No sé en ocasión de qué fue escrito, que lo movió, qué estaba mirando. Quizá la ocasión particular matice el dictamen y lo adecue.

Pero tomemos la proposición como universal.

Esto es, por otra parte, algo que suele ocurrir con la poesía lírica, obligada como está por naturaleza a no dar demasiada explicación de los hechos, a dejar la narración y concentrarse en la mirada de la forma, precisamente tal como subyace en los hechos, o tal como es percibida por el poeta, o ambas cosas, mejor aún. Incluso sin poder saber él mismo necesariamente si entró a las cosas que canta por su exterioridad encantadora, impresionante o conmovedora, o si la mirada pasó a través (no al costado, sino a través) de las formas sensibles para llegar a una visión más completa de lo que percibe o contempla.

Y sensible quiere decir no solamente la materia dispuesta en las cosas materiales, sino también la emoción, los afectos, el eco sentimental que despiertan las cosas o que le sugieren al poeta.

Porque me parece justo decir que la poesía es, antes que nada y finalmente, un acto de inteligencia, de intelección. Y aun de expresión racional, en tanto que lo racional sigue al modo de ser humano, el cual modo incluye la materia y también el tiempo. Y, en consecuencia, la escala racional.

Cuando el poeta dispone la materia sonora en el acto de creación poética, dispone partes, partes materiales que se organizan a partir de un eidos, de una forma inmaterial percibida al fin y concebida en la inteligencia, en la inteligencia de un hombre que la ha concebido con todo él, no con la inteligencia separada (lo que no existe en ningún hombre). Lo que en poesía lírica incluye la materia con que suena la realidad, por lo mismo que la posía no es la cosa misma, sino un signo sonoro de la cosa dicha.


Hay en el consejo de Reyes el asomo de un equívoco. Casi romántico. No está en la mención del número, la cifra, como el insensible y aséptico artificio redentor del poeta en su angustia expresiva, tras el acierto.

Es la oposición. Allí renguea, diría yo. Número o emoción. Palabra vulgar, melancolía, guardarropía de la vida personal (feliz metáfora), emoción, o, en cambio, la cifra.


Vuelvo a decir, no sé qué movió a Reyes. En cualquier caso, esta oposición nunca dice la verdad.

Es la oposición lo que delata cierta tensión que llamé romántica, por el desdén que manifiesta Reyes a lo que llama número, cifra y soledad de afectos, de motivos sensibles, sentimentales, personales, y aun bajos, populares, vitales, existenciales.

No creo que haga falta la tensión para corregir, para rectificar la flecha del poeta.


Salvemos en lo que podamos la proposición de Reyes, sin embargo.


Estilizar la palabra, hasta hacerla autónoma, instrumental, estilete frío, sin carne, sin sangre, sin historia, sin persona, es deshumanizar la palabra. Y la palabra deshumana es menos que el número. Mucho menos que la cifra. Y es un instrumento ilusorio, dañino, tergiversador, ineficaz, por lo mismo, para expresar y para comunicar.

En la palabra humana es necesario el aliento humano. Ninguna cosa es por naturaleza una palabra, como bien sentencia Sócrates en el Cratilo. Ningún poema hecho de solas palabras, ninguna palabra burilada hasta la deshumanización, puede servir de signo pleno.

Porque el lenguaje humano, y tantísimo más el lenguaje por excelencia que es la poesía, no solamente significa la cosa significada sino al hombre que significa las cosas con las palabras. Es además el destino no solamente de la palabra, sino del hombre mismo, en tanto que habla.

El hombre no solamente dice cuando dice. También se dice.


Pero.


Falta decir algo respecto de cómo dice la palabra humana y qué es lo que dice, y eso ya no es sólo literario, mal que pese. De dónde le viene a la vez su color, su calor y su potencia para nombrar.


No vaya a ser cosa que confundamos la luz del nombre que nombra con la frialdad del hombre que nombra. Y peor aún, que confundamos la propia luz con el frío.

Algo así les ocurre a tantos cuando piensan, y sienten e imaginan, que el Cielo es aburrido, luminoso, pero frío.



Cuestión de matices.


Pero, aunque falta esta segunda parte, creo que por hoy es suficiente.

miércoles, 14 de enero de 2004

Soledad

¡En ti estás todo, mar, y sin embargo
qué sin ti estás, qué solo,
qué lejos siempre de ti mismo!
Abierto en mil heridas, cada instante,
cual mi frente,
tus olas van como mis pensamientos,
y vienen, van y vienen,
besándose, apartándose,
en un eterno conocerse,
mar, y desconocerse.
Eres tú, y no lo sabes,
tu corazón te late, y no lo sientes
¡Qué plenitud de soledad, mar solo!



Juan Ramón Jiménez

viernes, 9 de enero de 2004

En la que me parece que es la mejor novela de Evelyn Waugh, Brideshead revisited, hay una cantidad de personajes típicos. Es lo que puede hacer un autor de novelas. Un buen autor, un gran autor de buenas novelas. Al mismo tiempo está allí la vida y lo que pasa en la vida y lo que se piensa de la vida y lo que se sabe de la vida por haber vivido y haber pensado lo vivido. Eso es saber, aunque dicho en términos más complicados.

Entre los tipos está el protagonista, Charles Ryder, dispuesto y mal que le pese a saber finalmente qué es la vida en realidad. A su alrededor, decenas de personajes y tipos de personas. Entre tantos, uno: Rex Mottram, un hombre sin pasado, es decir: sin raíces en la existencia. Logrero, inescrupuloso, arribista, sub-moral, y eso porque está, en cierto sentido, y como lo define la principal mujer de la obra: sin terminar.

En la mitad física de la novela, a la altura de la historia en la que ambos, Ryder y Mottram, ya saben cada cual a su modo y bastante bien quiénes son (aunque no sepan quiénes serán finalmente, lo que es otro hallazgo de virtuosismo del autor), y cuando los lectores también sabemos ya eso mismo, un día se encuentran para almorzar, por razones fortuitas.

El pasaje, a mi juicio, merece una cita completa. Pero, ¿no sería preferible una lectura completa de toda la novela? No hay duda: absolutamente sí.

Entonces, que quede solamente la muestra.

Por ejemplo, como regalo de Reyes.


"Disfruté del borgoña. Parecía un recordatorio de que el mundo era un lugar más antiguo y mejor de lo que Rex sabía; de que la humanidad, en su larga pasión, había aprendido una sabiduría distinta de la suya. Por casualidad, volví a encontrar este mismo vino un día que almorzamos con mi vinatero en St. James's Street, durante el primer otoño de la guerra. Aunque algo más suave, con el acento puro y auténtico de su plenitud, seguía expresando las mismas palabras de esperanza."


Quien no sepa de qué está hablando Waugh, siempre puede quedarse con la idea de que está hablando de vinos, solamente.

lunes, 5 de enero de 2004

"Se hace uno un ídolo de la misma verdad; porque la verdad, fuera de la caridad, no es Dios, es su imagen, es un ídolo, que no es menester amar ni adorar; y todavía menos es preciso amar o adorar a su contraria, que es la mentira.

Yo bien puedo amar la obscuridad total; pero si Dios me lleva a un estado semiobscuro, esta poca obscuridad que allí hay me desagrada; y, porque yo no veo allí el mérito de una completa obscuridad, no me agrada. Es un defecto, y una señal de que yo me hago de la obscuridad un ídolo, separado del orden de Dios. Ahora bien, no es preciso adorar más que su orden.


'Que Dios ha querido ocultarse'. Si no hubiera más que una religión, Dios en ella sería bien manifiesto. Si no hubiera mártires más que en nuestra religión, lo mismo.

Siendo Dios escondido, toda religión que no dice que Dios es escondido no es verdadera; y toda religión que no da la razón de ello no es instructiva. La nuestra hace todo esto: 'Vere tu es Deus absconditus' (Verdaderamente, Tú eres un Dios escondido.)

Si no hubiera obscuridad en ella, el hombre no sentiría su corrupción; si no hubiera luz, el hombre no esperaría el remedio. Así, no es solamente justo, sino útil para nosotros, que Dios sea escondido en parte y descubierto en parte, puesto que es igualmente peligroso para el hombre conocer a Dios sin conocer su miseria, y conocer su miseria sin conocer a Dios."


Blas Pascal (Pensamientos, 597-598-599)

domingo, 4 de enero de 2004

Cualquiera canta un cantar

Hasta que el pueblo las canta,
las coplas, coplas no son;
y cuando las canta el pueblo,
ya nadie sabe el autor.

Tal es la gloria, Guillén,
de los que escriben cantares
oír decir a la gente
que no los ha escrito nadie.

Procura tú que tus coplas
vayan al pueblo a parar,
aunque dejen de ser tuyas
para ser de los demás.

Que, al fundir el corazón
en el alma popular,
lo que se pierde de nombre
se gana de eternidad.


Manuel Machado
"La primera de las bellezas intelectuales del Libro de Job es que siempre se refiere a su deseo de conocer la realidad; el deseo de saber lo que es, no simplemente lo que parece. Si los escritores modernos lo hubieran escrito, hallaríamos probablemente que Job y sus consoladores se entendían muy bien con sólo atribuir sus diferencias de criterio a lo que se llama 'temperamento' y con decir que los consoladores eran, por su índole, 'optimistas', y que Job, también por su índole, sería 'pesimista'. Se daría el caso frecuente de que, al menos por algún tiempo, se sentirían cómodos conviniendo en aceptar algo falso.

...


En resumen, repetimos que si tiene algún sentido la palabra optimista (lo que es dudoso), Job es optimista. Sacude las columnas del mundo y golpea frenéticamente contra el cielo; azota a las estrellas, no para hacerlas callar, sino para que hablen.

Del mismo modo podemos hablar de los optimistas oficiales, los Consoladores de Job. Si la palabra pesimista encierra algún sentido, de lo cual dudo, esos Consoladores de Job pueden ser calificados de pesimistas, más bien que de optimistas. Lo que ellos creen, en realidad, no es que Dios sea bueno, sino que es tan poderoso que resulta más prudente decir que es bueno.

...


Al tratar con los que expresan con arrogancia sus dudas, no es buen método decirles que cesen de dudar. El buen método es, más bien, decirles que sigan dudando, que duden un poco más, que cada día experimenten nuevas y más extravagantes dudas con respecto a todo lo que contiene el universo, hasta que por último, alguna luz llegue a iluminarlos y puedan comenzar a dudar de sí mismos."


Gilbert Keith Chesterton (Prólogo a "El Libro de Job")